Reminiscencias educativas
Señor director:
Inexorablemente todo cambia por la dinámica interna de fuerzas intrínsecas o por factores externos. De una u otra manera todo lo que existe está sujeto a cambios, a transformaciones o a desaparecer como ley natural. Afortunadamente, la ley de la mutación existe y es la responsable del desarrollo que de forma inevitable se da como consecuencia del progreso, como tarea indeclinable para la cual fuimos creados y como peregrinos por la tierra, responsables de ser cada día mejores.
Por suerte, tenemos el sagrado derecho de disentir y ver los hechos con nuestras propias gafas sin que las discrepancias rompan la armonía objetiva de hablar o pensar, según algunos ex cathedra, pontificando sobre temas que son de libre examen sin que se violenten las leyes elementales de la subjetividad. Todos los seres humanos tenemos un gran laboratorio intelectual que nos permite reconocer que todo tiene su época y que todos los humanos, para bien o para mal, tenemos nuestras propias verdades, algunas irracionales y otras simplemente de obtener un espacio basados en el erróneo concepto de no perder aunque no les asista la razón.
Cada época tiene sus encantos, sus luces y sombras que quedan muy bien guardados en el estuche de los recuerdos. Si se compara la educación de ayer con la de hoy difícilmente se encuentran afinidades. Entre una y otra hay profundos abismos que señalan enfoques, metodologías, prácticas pedagógicas, por no hablar de epistemologías muy contrapuestas que difícilmente resultarían reconciliables o compatibles. La memoria prevalecía sobre la racionalidad, el aprendizaje era individual y egoísta, los aportes de los estudiantes eran mínimos, los contenidos ocupaban la preocupación del maestro: “Hay que terminar el programa”, la evaluación era rigurosa y estricta, predominaba el empirismo, la disciplina y el miedo, que se traducían en “respeto sacro” por el maestro, quien era el dueño y amo absoluto del aula de clase y de la verdad”.
Magister Dixit o Ipse Dixit (lo ha dicho el maestro), significando que en el aula solamente el maestro tenía la palabra y era dueño del discurso que se convertía en un monólogo por el expectante silencio que los alumnos en su oscura ignorancia deberían recibir la luz de su mentor; sin refutaciones, ni contradicciones. El maestro (no todos) encarnaba la autoridad que estaba investida de cierta divinidad y el “respeto” lo imponía con autoritarismo, autocracia, maltratos verbales con expresiones que humillaban y denigraban la autoestima cuando el ínclito maestro en medio de su ironía e irascibilidad hacía uso de su prepotencia y a veces de ingeniosidad.
Hubo maestros, así llamaban a los de la básica primaria, y profesores a los de secundaria, que fueron los campeones de la memoria y recitaban sin gaguear los ciento y no sé cuántos huesos del cuerpo humano, los músculos, los elementos de la tabla periódica o de Mendeleiev y eran el terror tomando la lección oral; fijando más su atención en las equivocaciones para verificar que su discípulo sí sabía repetir de corrido, y si esto no ocurría la complacencia era mucha para colocar la mínima calificación de uno o cero.
No había aprendizaje, ni socialización, ni discernimiento intelectual, ni aportes, ni intercambio activo de conocimientos, sólo el maestro tenía la palabra. Algunos fueron tan matones que llegaron a ser famosos y su anecdotario tristemente célebre. Me quedo con la escuela de hoy, aunque tenga más nubes grises que esplendidez intelectual.
Elceario de J. Arias Aristizábal