La tradición democrática de Colombia ha sido única en la región; tanto así, que un exguerrillero es hoy el presidente.

La Constitución de 1991, en cuya arquitectura participaron exmiembros del M-19, mantiene la división tripartita de las ramas del poder público: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, la garantía de derechos fundamentales y un sistema de pesos y contrapesos. Además, contempla órganos de control, como la Procuraduría y la Contraloría; el Consejo Nacional Electoral, la Registraduría Nacional del Estado Civil, la Defensoría del Pueblo y el Banco de la República, todos con autonomía. Estos se han encargado de frenar los desmanes de un gobernante con talante autoritario que les aplaude cuando sus actuaciones son de su gusto, y los ataca ferozmente -incluso a algunos de sus miembros con nombres propios- cuando no lo son.

Para justificar las presiones, exclama que la voluntad popular no puede ser burlada, como si la votación obtenida por el Congreso no fuera legítima. Dice haber ofrecido diálogo y conciliación, pero no es cierto; simplemente justifica su imposición y ha preferido acudir a mecanismos criticados por él siempre, como las negociaciones individuales con congresistas que desacatan lo decidido por el Partido que los avaló.

Todos los días presenciamos andanadas indignas de la majestad presidencial contra la prensa, la iniciativa privada, el sector financiero, los buenos resultados de un sistema de salud -con fallas- pero modelo regional y mundial, entre otros. Es evidente el debilitamiento de las Fuerzas Militares; la delincuencia galopa y el gasto público no es productivo; señala peligrosamente a la oposición; declara enemigo del pueblo al Banco de la República porque no logra que actúe como él quiere para favorecer el populismo deseado; rechaza la intromisión de otros países en los asuntos internos de Colombia, pero no demora en hacerlo cuando le sucede algo a alguien de la izquierda, o encuentra un motivo que le resulte útil a nivel mundial y pueda desviar la atención al interior del país.

El modelo de Gobierno improvisado, ineficaz, inestable y desafiante no le importa; solo resta la imposición de un estatismo que sea del gusto de una izquierda radical, lo cual no sucede con otras izquierdas en el mundo.

El ejercicio de la autoridad para imponer el orden dentro de la legalidad, que es lo que garantiza la seguridad, y por lo tanto, la prosperidad, no es exclusivo del centro, ni del centro-derecha, ni de la derecha; es un valor democrático y un deber del gobernante que juró defender la vida, honrar los bienes de los ciudadanos.

Todos los que queremos algo diferente a esto les pedimos a los candidatos concretar acuerdos cuanto antes. No hay tiempo para enemistades personales y mucho menos para egos y vanidades. Colombia los está llamando al orden, y con sentido de urgencia; deben encontrar un mecanismo democrático para escoger un candidato único que llegue a primera vuelta a ganar. No es posible dar espacio para que el autoritarismo suba al piso de la dictadura.

¡Una segunda vuelta sería fatal!