Pero yo elijo hablar —y vivir— desde la Inteligencia Afectiva.
Vivimos en la era de la tecnología. Cada día, nuevas herramientas nos sorprenden con su capacidad para escribir, diseñar, crear música, tomar decisiones complejas o anticipar lo que queremos antes incluso de pedirlo. Es fascinante. Por primera vez en la historia, el conocimiento humano parece estar acompañado de un espejo digital capaz de amplificarlo.
Pero hay algo que ninguna máquina puede imitar con autenticidad: la profundidad de un abrazo, la fuerza de una mirada que transmite confianza, el consuelo que trae una palabra dicha en el momento justo. Eso es inteligencia afectiva. Y ahí radica nuestra verdadera diferencia.
La inteligencia artificial puede procesar millones de datos en segundos, pero no puede interpretar el silencio incómodo de un amigo que esconde un dolor. Puede sugerirnos la mejor ruta en el tráfico, pero no sabe lo que sentimos cuando alguien nos cede el asiento en un bus lleno. Puede darnos la respuesta correcta, pero no puede ofrecernos el calor de un “estoy contigo”.
La verdadera pregunta no es cuánto va a avanzar la inteligencia artificial, sino cuánto vamos a crecer nosotros en inteligencia afectiva. Porque lo que hoy más necesita el mundo no son respuestas rápidas, sino vínculos reales. No son más algoritmos, sino más humanidad.
Pensemos en nuestras ciudades. La inteligencia artificial podrá optimizar los semáforos, organizar el transporte, distribuir la energía. Pero solo la inteligencia afectiva podrá garantizar que esos avances se usen para el bien común, que nadie quede excluido, que la tecnología no nos convierta en islas cada vez más solitarias.
La IA nos ayudará a ser más eficientes; la inteligencia afectiva nos recordará cómo ser más humanos. Y ahí está la clave: no se trata de elegir una u otra, sino de aprender a integrarlas.
Inteligencia artificial para resolver con precisión.
Inteligencia afectiva para responder con empatía.
Inteligencia artificial para planear.
Inteligencia afectiva para acompañar.
Inteligencia artificial para innovar.
Inteligencia afectiva para cuidar.
Porque sin cuidado, toda innovación está incompleta.
El futuro será brillante solo si sabemos equilibrar estas dos fuerzas. No podemos dejar que la fascinación por lo tecnológico eclipse nuestra capacidad de amar, de agradecer, de reconocer al otro.
Y aquí está mi invitación: que en medio de tanta novedad, no olvidemos lo esencial. Que no nos entrenemos únicamente en manejar herramientas digitales, sino en fortalecer nuestro corazón. Que no perdamos la costumbre de dar las gracias, de escuchar sin interrumpir, de detenernos a mirar a los ojos.
Porque el legado que dejaremos en este mundo no será lo que las máquinas hicieron por nosotros, sino lo que hicimos nosotros por los demás.
Te invito a algo simple y poderoso: hoy, mientras el mundo corre, regálate un acto de inteligencia afectiva. Escucha de verdad, abraza sin prisa, agradece en voz alta. Esos gestos —pequeños pero trascendentes— son los que ninguna inteligencia artificial podrá reemplazar jamás.