He aquí una era alucinada. Un siglo poseído por la convicción de la inteligencia -y no de la sabiduría-. Se nos promete: inteligencias artificiales que superan a los sabios, computación cuántica que resolverá misterios antiguos como resolviendo un crucigrama. Y, sin embargo, se extiende el abismo: una humanidad que, por mucho saber que acumule, ha olvidado lo esencial, el alma.

Sí, el alma. Esa llama antigua que todavía, como una brasa en manos de un moribundo, suplica por sentido. Vivimos en un tiempo en que los cuerpos caminan, comen, producen y mueren sin haber amado, sin haber contemplado la lluvia caer, sin haber comprendido que la ternura es más urgente que el progreso.

La crisis que nos arrastra -y que algunos aún se obstinan en llamar "climática", "económica" o "bélica"- es, en el fondo, una crisis espiritual. Es la ruina del espíritu humano, anestesiado por el consumo, habituado al sufrimiento ajeno, indiferente al grito del prójimo. Vivimos una bancarrota del corazón: buscamos la felicidad en objetos que caducan, cuando lo eterno -aquello que verdaderamente nutre- es invisible, callado, íntimo.

Esta es la era de la contradicción perfecta: mientras gastamos billones de dólares al año en armas, se extingue la capacidad de cuidar. Mientras educamos al ser humano para conquistar el universo, lo deseducamos de sí mismo. Mientras unos se enriquecen vendiendo muerte, otros resisten sembrando vida, con humilde obstinación.

Y en este torbellino, se hace imperativa una revolución espiritual. Una revolución profunda, radical, cotidiana. Una que comience por el silencio. Por volver a escuchar. Por desobedecer al ruido que nos dice: “compra”, “teme”, “gana”, “domina”. Hablo de una espiritualidad como resistencia, como ternura armada de compasión.

Porque si el alma no se rebela, el alma perece.

Esta revolución no requiere fusiles ni eslóganes. Es más subversiva que cualquier barricada: una ética que coloca al ser antes que al tener. Una práctica de amor concreto: elegir cada día lo que minimice el sufrimiento del mundo. Comer sin destruir. Movernos sin contaminar. Hablar sin odiar. Meditar hasta comprender que el universo no es otra cosa que un solo ser amándose a sí mismo a través de nuestras múltiples formas.

Y habrá que decirlo: Dios -ese nombre al que cada quien otorga su símbolo- ya no habita en el oro, ni en las cruzadas de los hipócritas. Habita en los ojos del enemigo, del migrante, del árbol mutilado, del pez que agoniza en plástico. Y está esperando, calladamente, que nos volvamos dignos de su ternura.

Nos han globalizado el mercado, pero no la compasión. Nos han enseñado a programar máquinas, pero no a desprogramar nuestros egos. Y ahora, justo ahora, antes de que sea demasiado tarde, nos toca decidir: ¿seguiremos arrastrando este cadáver civilizatorio hacia el abismo, o seremos -como decía Jesús, ese ser de la ternura- las comadronas de una nueva humanidad?

El primer paso no es colectivo: es íntimo. Empieza por esa pequeña llama que aún no se apaga, que aún sabe orar sin palabras, que aún tiembla ante la belleza de un gesto gratuito.