“Más vale vara en mano que mil consejos”, decían los abuelos en Colombia, y no se equivocaron. Ahora que la crianza se volvió laberinto y donde padres y madres andan a tientas en el “no sé qué hacer”, urge recordar el verdadero sentido de corregir. Porque, los hogares se parecen a veces a campos de batalla: los niños imponen su voluntad y los adultos, rendidos ante berrinches y caprichos, olvidan que “niño consentido, diablo crecido”. La sabiduría popular es interesante y la permisividad no construye carácter, lo destruye.
En ese contexto, conviene insistir en que corregir no es castigar, sino enseñar. Es el instante en que el adulto, con pulso de orfebre, moldea las actitudes del pequeño. Ahora bien, ni la dureza ciega ni la blandura sin freno forman seres íntegros, pues “el palo porque le da, y el mimo porque lo cría”. De ahí que la corrección exija equilibrio, paciencia y, sobre todo, presencia. Nadie educa desde la ausencia, y no hay que olvidar que “el que no tiene tiempo para sus hijos, tendrá tiempo para sus problemas”.
Los niños que nacen con pantalla en mano y exigencias abultadas, rechazan la fruta como veneno y prefieren lo fácil a lo nutritivo. Frente a ellos, padres agotados por la jornada laboral ceden ante la mínima resistencia. “Por la plata baila el mono”, y por comodidad se entrega la formación al vacío.
Sin embargo, corregir exige constancia: el niño que no come frutas necesita el ejemplo, el que miente requiere entender que “la mentira tiene patas cortas”, y el desobediente clama por límites claros porque “casa sin amo, pueblo sin rey”.
Así lo entendieron nuestros mayores cuando decían: “hijo sin rienda, caballo sin freno”. La libertad sin responsabilidad es puro desorden, y por eso corregir significa también saber decir no, aunque duela. El problema es que hoy muchos padres confunden amor con complacencia; temen ser autoritarios y terminan siendo permisivos. Créanme, “Del dicho al hecho hay mucho trecho”, y entre lo que soñamos para los hijos y lo que hacemos por ellos, solo la coherencia cierra el abismo.
Además, no se trata de castigos arbitrarios, sino de consecuencias lógicas. Si el niño no cuida sus juguetes, los pierde; si no estudia, lo enfrentan las notas. “Cada oveja con su pareja”: cada acción con su peso. Al mismo tiempo, corregir también es celebrar los aciertos, porque “al que madruga, Dios lo ayuda”, y al que se esfuerza, se le reconoce. La disciplina en estos términos edifica más que mil regaños, y un “lo hiciste bien”; impacta mucho más que una amenaza.
En definitiva, ya se ha dicho que lo importante es hacer presencia. “De músico, poeta y loco, todos tenemos un poco”, y la paternidad imperfecta, vivida con amor firme, vale infinitamente más que la perfección fingida, pues en ella hay crecimiento constante. Porque, aunque el refrán diga que “árbol que crece torcido, jamás su tronco endereza”, la paciencia, el amor y los límites claros pueden guiar ese árbol hacia la luz.