A los niños hay que hablarles como si fueran humanos. Parece obvio, pero no lo es. De hecho, hay adultos que les hablan a sus hijos como si fueran alfombras: se les da órdenes, se les sacude un poco, se les ignora la mayoría del tiempo. Otros hacen lo contrario, y tratan a sus pequeños como si fueran el Dalai Lama, versión de peluche. Dicen cosas como: “mi rey”, “mi sol”, “mi universo” mientras negocian si el pequeño puede o no masticar plastilina en la sala.
Uno intenta escuchar con atención, hacer contacto visual, evitar decir cosas como “si te portas bien te compro un helado y si no, te vendo al circo”. Uno quiere ser ese padre del anuncio de yogurt orgánico: sereno, amoroso, con voz de locutor de podcast. Pero es martes, el niño llora porque la ropa “le aprieta el alma” y tú no has dormido desde el lunes de la semana pasada.
Ahí entra la “comunicación afectiva”, una especie de alquimia emocional. Se trata de escuchar de verdad. De repetir lo que el niño dice, pero con palabras más amables: Ejemplo, el niño grita “¡ya no quiero a mamá!” porque no le diste otro paquete de galletas. Usted, sereno como monje tibetano, responde: “¿Estás molesto porque no comiste más galletas y eso te hace sentir triste conmigo?”.
El niño lo mirará como si usted estuviera en drogas, y posiblemente lo esté (en café, al menos), pero eso no importa. Lo importante es que está usted estableciendo una conexión emocional, una vía de doble sentido hacia la responsabilidad afectiva.
También hay que hablar sin diminutivos pasivo-agresivos ni sarcasmos heredados de abuelos campeones en regaños. Usar palabras que el niño entienda. Nada de “la vida es dura, hijo” cuando en realidad lo que quiere saber es si puede ver otro capítulo de la serie. Y no, no se debe chantajear. Ni premiar con caramelos por comportarse como humano. Eso, crea adultos que solo lavan los platos si hay postre después.
Hablar con claridad también es fundamental. Eso significa, que no le diga a su hijo que el perro “se fue a vivir a una granja feliz” cuando en realidad fue atropellado por un camión repartidor de cerveza.
La claridad es afecto. La honestidad, también. Y si quiere el bonus afectivo, ríase con su hijo. Ríase mucho. Pero de verdad. No esa risa fingida de comercial de cereal, sino esa que nace cuando los dos están cubiertos de harina porque intentaron hacer panqueques sin leer la receta. Porque la risa también es lenguaje, y no hay ironía más bella que el padre que aprende a ser humano riéndose de sus propias torpezas.
Al final, la comunicación afectiva no es hablarle al niño como si fuera un príncipe en exilio, ni repetir mantras de autoayuda con voz dulce. Es estar ahí. Mirarlo. Escucharlo. Corregir sin humillar. Reír sin sarcasmo. Amar sin condiciones, incluso cuando grita que odia la ensalada. Si uno logra todo eso tres veces por semana, sin gritar y sin sobornar con galletas, ya es un héroe. O al menos, un adulto decente. Y eso, en estos tiempos, es casi revolucionario.