Con frecuencia escucho frases como “a mí me pegaron y no me pasó nada”. Pero, la ciencia, la psicología y la experiencia clínica nos muestran lo contrario: hoy desde una propuesta de preguntas y respuestas hablaré sobre cómo los golpes dejan huellas profundas en la mente y en el corazón de un niño. Y esas huellas, a menudo invisibles, condicionan la manera en que se relacionará con los demás y consigo mismo durante su vida. 

¿Qué sucede en la mente infantil cuando recibe un golpe?
Un niño no interpreta la agresión como “me corrigen por mi conducta”, sino como “no soy digno de amor”. El cerebro en desarrollo asocia el dolor con la figura que debería ser su mayor refugio: mamá o papá. Así, en lugar de aprender a autorregularse, aprende a tener miedo. El miedo inmoviliza, distorsiona y genera una obediencia basada en la amenaza, nunca en la comprensión.

¿Acaso un golpe aislado no sirve para educar? 
No. Lo que logra es silenciar la conducta en ese momento, pero no enseña nada positivo a largo plazo. El niño obedece porque teme, no porque entienda. Y el gran objetivo de la crianza es que el niño integre valores, desarrolle autocontrol y construya un criterio propio. Los golpes pueden detener un berrinche, pero a cambio destruyen confianza. La obediencia basada en el miedo nunca se convierte en respeto genuino.

¿Qué efectos puede tener en la vida adulta haber recibido golpes de niño?
Durante varios años he acompañado a pacientes que, en su adultez, arrastran heridas emocionales de una infancia marcada por la violencia. Se sienten inseguros, cargan con una voz interior que los culpa o los desvaloriza, y en muchos casos repiten el patrón con sus propios hijos o parejas. Los estudios muestran mayor riesgo de depresión, ansiedad y dificultades para manejar la ira. Educar con golpes hiere al niño y perpetúa cadenas de sufrimiento.

Entonces, ¿qué alternativas tienen los padres?
Entender que disciplina no es sinónimo de violencia. Disciplina significa guiar, acompañar, poner límites claros desde el amor. Un límite firme, expresado con calma, es mucho más poderoso que un golpe. Herramientas como la comunicación empática, las consecuencias lógicas (no arbitrarias) y el refuerzo positivo enseñan mejor que cualquier castigo físico. Y sobre todo, recordemos que los niños aprenden imitando: si queremos que ellos gestionen su frustración sin violencia, debemos ser el ejemplo.

¿Y qué hacer cuando siento que “no puedo más”?
Todos los padres conocen momentos de agotamiento, de desesperación y de sentir que pierden el control. La recomendación es detenerse, respirar y, si es necesario, apartarse un minuto. Nunca tomar decisiones educativas desde la rabia. Educar exige paciencia, autocuidado y redes de apoyo. Reconocer que uno necesita ayuda no es debilidad: es responsabilidad.

¿Cuál es la gran enseñanza que debemos transmitir?
Que cada niño merece ser tratado con dignidad y respeto. Que amar no significa permitirlo todo, sino acompañar con firmeza y ternura. Que jamás golpear es una regla inquebrantable en la crianza. Educar sin violencia es posible, necesario y urgente. Golpear a un niño nunca es una opción. La mejor herencia que podemos dejarles no es la obediencia ciega, sino la capacidad de crecer sintiéndose valiosos, seguros y amados.