Una máxima, según el Diccionario de la Lengua Española, es una “sentencia o doctrina buena para dirigir las acciones morales”. El libro “Máximas”, de Francisco de La Rochefoucauld, es todo un clásico que bien vale la pena mantener a mano si acaso nos hemos propuesto ser cada vez mejores ciudadanos. Inspirado por uno de mis primeros jefes, hace ya varias décadas he estado atento a este tipo de frases con las que de manera contundente se nos exponen algunas verdades que de otra manera resultan difíciles de apreciar. El riesgo con las máximas es que con frecuencia se vuelven parte del paisaje y terminan significando poco o nada para algunos de sus usuarios o destinatarios.
Dos de esas famosas frases que me resultan especialmente potentes son: “No vemos las cosas como son, sino como somos” y “Lo que Juan dice de Pedro, dice más de Juan que de Pedro”. Probablemente la mayoría las hemos escuchado alguna vez pero, dadas las condiciones particulares en que vive buena parte de la sociedad actual, me atrevo a decir que muy seguramente son pocos los que se han detenido a hacer un ejercicio de comprensión completo de su significado y muchos menos han decidido orientar sus propios pensamientos, sentimientos y actuaciones en función de dicha comprensión.
Desde mi mirada, obviamente sesgada, las máximas citadas son toda una invitación a contener y a eliminar nuestra afanosa y peligrosa necesidad de andar juzgando todo y a todos como si fuésemos poseedores de la verdad absoluta, los únicos iluminados o auténticos guardianes de la moral. Se constituyen en un llamado a tomar consciencia de que en nuestras opiniones y en cada uno de los juicios que emitimos, estamos exponiendo lo que nosotros somos, nuestro sistema de creencias, nuestras convicciones, nuestra forma de pensamiento, nuestra profundidad intelectual.
En cada una de nuestras opiniones y juicios prácticamente nos estamos desnudando y exhibiendo aspectos personales que de alguna manera bien pueden guardarse como parte de nuestra intimidad. La situación tiende a complejizarse cuando de manera inconsciente solemos ser muy benévolos y consecuentes al juzgar nuestras propias actuaciones, en contraste con la implacabilidad e intolerancia en relación con las actuaciones de los demás.
Basta un tris de consciencia y una inmensa dosis de humildad y de disciplina para evidenciar clara y contundentemente que buena parte de nuestros juicios no pasan de ser meros prejuicios. Por prejuicio se entiende una “opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, de algo que se conoce mal”. Moderar el juicio, llenarlo de criterio, dotarlo de solvencia, resulta determinante de la calidad de las relaciones de cada uno consigo mismo, con los demás y con la sociedad en general.
En tiempos de turbulencia política, cuando somos testigos de la denominada “batalla por el relato”, con altos niveles de incertidumbre y desbordantes flujos de desinformación, creo que un buen punto sería empezar por tomar consciencia de la necesidad del aporte de cada uno para construir mejores condiciones de vida social, en las que la conversación saludable, consciente, libre de prejuicios, productiva, generativa y amplia nos permita construir mínimos acuerdos sobre los caminos que deberíamos proponernos transitar.