Colombia acaba de presenciar uno de los hechos más dolorosos de las últimas décadas: el asesinato del senador Miguel Uribe Turbay. Un crimen que, más allá de las balas asesinas, debería llevarnos a una reflexión profunda que tal vez las grandes cadenas de radio y televisión no harán y que algunos periódicos intentarán reducir a culpables que aún no se han determinado.
Quiero que partamos de algo personal: tengo 38 años, casi la misma edad de Miguel. Desde niño crecí viendo noticieros y escuchando la radio cuando las noticias eran solo eso: información. No había análisis editorial disfrazado de noticia. Los noticieros eran concesionados por el Estado y estaban bajo la sombra de las casas políticas de siempre.
Traigo esto a colación porque, pese a mi edad, he visto lo suficiente para atreverme a formular preguntas que ojalá todos los colombianos nos hagamos con el corazón en la mano, dejando de lado las banderas de derecha o izquierda, los viejos trapos azules o rojos que nos han enfrentado desde 1948 y que aún hoy parecen revivir con nuevos nombres y protagonistas. Como dijo alguna vez Darío Echandía: “¿El poder, para qué?”, si este país no encuentra un rumbo común.
La violencia parece tatuada en nuestro ADN. Hemos crecido entre el dolor, la confrontación y ese protagonista oscuro que siempre aparece en tiempos de campaña: el miedo. El legado de Miguel Uribe quedará en la memoria de quienes admiraron su gestión, pero su muerte nos obliga a mirar más allá de la tragedia y cuestionarnos como sociedad.
En sus exequias vimos escenas que en lugar de unir, ahondaron la división. Un discurso leído a nombre del expresidente Álvaro Uribe invitó a la participación de servicios de inteligencia extranjeros, incluso de Israel, un país que atraviesa su propia guerra. ¿Por qué no confiar en nuestras instituciones? ¿Qué secretos o pactos nos atan a esa nación que otros aliados no podrían ofrecer?
En la misa, se habló de unión y fraternidad, pero a muchos se les negó la entrada por no estar de acuerdo con la familia Uribe. ¿Cómo hablar de paz si no se invita siquiera al contradictor político a compartir un espacio de duelo? Incluso la Iglesia, en boca del cardenal primado, tuvo la oportunidad de proponer un gran acuerdo nacional, pero optó por un mensaje tibio que pronto se olvidará.
El hijo de Miguel, Alejandro, depositando flores en el ataúd de su padre, encarnó la pregunta más dura: ¿cuántos niños en Colombia tendrán que repetir esa escena solo por el hecho de que sus padres pensaron distinto?
Las dudas también alcanzan al Gobierno: ¿qué garantías reales ofrecerá el presidente Gustavo Petro para las próximas elecciones?, ¿cómo fortalecerá la seguridad de candidatos y ciudadanos?, ¿qué pasos concretos dará para esclarecer este crimen?
Y, finalmente, la pregunta nos toca a los periodistas. ¿Seguiremos alimentando la polarización con narrativas que responden a intereses, o apostaremos por la objetividad y la neutralidad que alguna vez fueron la base de nuestro oficio? Solo pregunto: ¿seremos capaces de aprender de esta tragedia o repetiremos, una vez más, la historia de siempre?