Primero como tragedia y luego como comedia, los pavores de las grandes potencias del mundo se repiten con leves variaciones. Hoy, como en tiempos de la Guerra fría, la “carrera armamentista” lleva pareja otra disputa acérrima, no exenta de humorismo: el control totalitario de la risa.
El pasado 11 de junio, el turista noruego Mads Mikkelsen fue detenido al llegar a Nueva York por tener en su celular un meme satírico de JD Vance, vicepresidente de Estados Unidos. Tras ser interrogado durante cinco horas, fue deportado a Noruega.
El episodio hace recordar a Ludvik, protagonista de La broma, la primera novela de Milan Kundera, condenado a trabajos forzados en Checoslovaquia por mandarle una postal a una amiga con la frase “¡el optimismo es el opio del pueblo!”. Intolerantes a cualquier asomo de ironía, las autoridades del Partido Comunista lo expulsan de la universidad y del partido, condenándolo a una especie de muerte social.
No deja de sorprender, entonces como ahora, ver a las grandes potencias militares tan vulnerables al chiste, tan espantadas por tigres de papel. Cambia lo accesorio pero no la esencia: analógica o digital, la sátira revela el lado más frágil, casi pueril, del poder. De ahí la paranoia, reflejo proporcional del miedo.
Muchas cosas más pueden y deben decirse del exabrupto migratorio cometido sobre Mikkelsen, que revive, vestido con ropas nuevas, el fantasma de la propaganda y la consecuente vigilancia anticomunista, estratagema que Trump nutre a placer todos los días. El hecho plantea preguntas, por ejemplo, sobre las especificidades digitales de esta nueva era de control y sobre las impredecibles formas de arbitrariedad que tienen lugar en las fronteras, condiciones agravadas por la intensidad actual de los flujos migratorios a través del globo.
Pero el tema, como un círculo, vuelve siempre al punto de partida: el absurdo.
Hace poco vi por casualidad una lista de cantantes que circulaba en la Unión Soviética, y que prevenía a la población de los serios peligros que esos agentes extranjeros vehiculaban mediante su música. Eran muchos, no se sabe cuál más hilarante. Pero uno llamó particularmente mi atención: “Julio Iglesias: neofascismo”.
¡La temible potencia nuclear asustada por “Me olvidé de vivir”! No estamos lejos, por lo visto, de volver al cómico oscurantismo ideológico del siglo XX, si es que alguna vez lo dejamos atrás.