Lo vimos brincar, gritar, reír a carcajadas, recibir una motosierra, hacer símbolos con los brazos, invertir más de 250 millones de dólares en la campaña de Trump, decir que si el susodicho candidato no ganaba “se ponía en riesgo el futuro de la humanidad”. Si no se tratara de la elección presidencial de los Estados Unidos, sus andanzas de púber millonario autorizado a todo serían apenas ridículas.
Elon Musk renunció a su improvisado cargo en el Gobierno Trump con menos histrionismo del que vimos en campaña. Se limitó a explicar en X (¿no es patológico llamar a un hijo así?) que lo que antes le parecía de vida o muerte para la especie ahora le resulta una “abominación repugnante”.
Hay sin embargo, en el fondo de toda esta mascarada obscena que fue la campaña y está siendo el Gobierno de Trump, una transformación dramática que no debería soslayarse: la concepción, ya sin eufemismos, del Estado como empresa y del gobierno como management. Y del dinero como medida de todas las cosas.
Aunque banalizada, es una transformación cultural de gran envergadura. Es la promoción del rédito económico a criterio absoluto para decidir qué vale y qué no en arte, en deporte, en política. Como si tener un tipo de capital valiera para imponerse en campos que se miden por otros tipos de capital, si lo ponemos en términos del sociólogo Pierre Bourdieu. Pida el lector opinión sobre un cantante y verá con qué naturalidad, para legitimar su gusto, el interlocutor esgrimirá las cifras de utilidades que factura. La misma confusión parece estar abriéndose camino en política.
Guardadas las proporciones, en este caso abismales, exitosos hombres de negocios locales han visto en Trump y en Musk una inspiración para apuntalar sus carreras políticas en sus carreras empresariales. No digo que no se pueda apelar a una trayectoria triunfal en el ámbito privado cuando se aspira a administrar lo público, pero me parece peligroso asimilar lo primero como garantía para lo segundo.
A riesgo de simplificar en exceso, el Estado no vende bienes y servicios sino que intenta garantizar derechos. Si bien la “eficiencia” es un criterio común a la empresa y al Estado, su significado en uno y en otro caso es de naturaleza distinta.
Por eso calcar el mapa del gobierno sobre el mapa del business produce una cartografía difusa, sin norte, literalmente desorientada. Todos los saberes son propicios, si no es que necesarios, para el buen gobierno.
Pero el descrédito de la política no puede conducir a equivocar los criterios que empleamos para decidir, mentalmente o en las urnas, quién está capacitado para ocuparse de la res publica. Ser diestro en alguna cosa es sin duda condición necesaria para gobernar, pero no condición suficiente. Persistir en ese desvarío lógico equivale a pensar que la solución a los males de la política es empobrecer la política, lo que puede resultar peor que las ya muchas y muy graves imperfecciones de nuestras democracias.