Entre los filósofos más influyentes de la historia, en cuanto machistas, Aristóteles va en punta. Agresivo. En su “Política” afirmó que la relación entre hombre y mujer era la de amo a esclava. Tan inteligente y científico, en “Sobre la generación de los animales” se enredó con el semen y decretó que con este el macho ejercía la función activa, mientras la mujer era pasiva. Concluyó: ella es “un macho mutilado”. Olvidó que los seres humanos, fisiológicamente, somos nueve meses de la madre y cuatro minutos del padre. ¿Un “macho mutilado” generando machos completos?
Muy influyente, Aristóteles, durante siglos las sociedades mantuvieran a la mujer en el ostracismo, relegada, incapaz. Se le negó la educación, desconociendo que la madre es la gran educadora universal. El mejor alimento era para el hombre, por combatiente, desatendiendo que al bien alimentar a la madre, bien se alimenta al futuro guerrero. (Esto sí lo comprendió la antigua y militarizada Esparta).
Prejuicios en contra de la mujer inmensamente perjudiciales. Como si la humanidad, toda, se hubiese privado de medio cerebro; de la mitad de su creatividad, su productividad y la mitad de su posible progreso. Empobrecidos en espíritu. ¡Qué mundo resplandeciente sería el de hoy si la mujer hubiese tenido los mismos derechos y oportunidades que el hombre!
Y no por falta de información sino por prejuicio. Hay dos casos, hitos en la historia universal, tiempos modernos, en donde se ratificó ese error sobre la mujer. La declaración de independencia de los Estados Unidos, 4 de julio de 1776, hubiera podido corregir el asunto. En marzo, cuatro meses antes, Abigail, esposa de John Adams, constituyente, le escribió que en esa acta deberían estar las mujeres: “Recuerda a las damas y sé favorable con ellas… si no, fomentaremos una rebelión”. Dicen que al leer esta requisitoria, Jefferson y Adams sonrieron y exclamaron: ¡qué broma!; y la ignoraron. Consignaron que los hombres -solo los hombres-, tienen derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
En la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, durante la Revolución Francesa de 1789, Condorcet advirtió que deberían incluir a la mujer. Así es, dijo un asambleísta, porque entre el hombre y la mujer solo existe una pequeña diferencia. Ante lo cual -refieren solo algunos- toda esa asamblea de hombres se levantó y expresó, con voz fuerte: ¡que viva esa pequeña diferencia! Sin embargo, excluyeron de allí a la mujer.
Un lejano pueblo indígena dejaría, aquí, una lección. Los iroqueses, del norte de los Estados Unidos, desde mucho antes se organizaron en siete tribus, gobernadas por mujeres, juezas y mediadoras de conflictos, organizadoras de la economía y los trabajos, de la paz y de la guerra. Luego esas tribus se unieron en federación, regida por un consejo de varones, elegidos por las mujeres directoras de los siete clanes. Ellas les exigían cuentas y los podían destituir. Con sus fallas, fue un ejemplo de equidad de género, democracia y ecologismo. Franklin, que los conoció, copió algunas de sus instituciones para la Constitución de USA.
No supo Aristóteles de estos indígenas, que lo refutaron con los mejores argumentos: con los hechos.