La continuidad de la humanidad obedece a dos grandes vocaciones, las de madre y padre, tutelando, por amor y con amor, cual sembradores de vida.
Del progreso espiritual y material, deudores somos de quienes ejercen la vocación de maestros. Refiero solo tres casos emblemáticos, y uno más, especial. Albert Camus, cumplió lo que fue gracias a Louis Germain, su educador, a quien le dio crédito de sembrador en su discurso de aceptación del Premio Nobel: “la mano afectuosa que le tendió al niño pobre… Usted ha hecho posible lo que soy”. Mario Vargas Llosa, comenzó su discurso en igual ceremonia, invocando al hermano Justiniano, que le enseñó a leer, “la cosa más importante que me ha pasado en la vida”. Y Gabriel García Márquez, en escritos y reportajes, certificó que sus abuelos, Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán, con quienes convivió entre los 2 y los 8 años, le desgranaban relatos como en oración, como soñados, cual maestros sembradores. Y refiere: “allí aprendí que la historia podía ser tan fantástica como la imaginación”.
El otro, especial, Jesucristo, sublime pedagogo, sembrador mayor de la humanidad. Libros no alcanzarían a desarrollar lo que sembró. Nicodemo, importante miembro del Sanedrín, lo reconoce como tal en Juan 3:2: “Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro…”
Encontrar la vocación y asumirla definirá nuestra felicidad. Alertar en esto a los bachilleres. El joven rico de los Evangelios que quiere seguir a Jesús, pero que no lo hace por no dejar sus bienes, será un permanente insatisfecho. A los bachilleres les llega el momento, el de las horas silenciosas, la primera decisión de vida, soledad frente a la propia conciencia, en donde deberán escuchar muy bien esa voz, la de su vocación, como un eco del destino en su interior, impreso en sus querencias y capacidades humanas. Tomarán así el camino para la realización de una vida plena. En aforismo de Nietzsche y de Píndaro, “para llegar a ser el que eres”.
La propia dignidad lo exige. No seguir la vocación, será como separar al bailarín del baile y de su música. Al contrario, al asumirla su laborar será suave, alegre, natural, “como el cantar del viento entre las cuerdas”. Vivir, o en la florescencia vital, o en un permanente otoño de actividades que marchitan el alma. Al considerar solo lo monetario, podría caerse en lo que Byung-Chul Han, en “La sociedad del cansancio”, describe como “el hombre que se explota a sí mismo y cree que se realiza”.
Alfareros de florecimientos personales lo fueron esos tres maestros de vocación, ellos, que sembraron en las vocaciones de esos tres niños, que se convirtieron con el paso del tiempo en Premios Nobel. Dice la “Canción del Sembrador”, en la zarzuela “La Rosa del Azafrán”: “No hay empresa más gallarda que el afán del sembrador…/ Sembrador, que has puesto en la besana (el surco) tu amor/la espiga de mañana será tu recompensa mejor…”
El mensaje es optimista. También en cualquier momento podremos convertirnos en artesanos de nuestra propia felicidad, para cumplirles a la vida, a los demás y a nosotros mismos. Dos pilares: vocación y voluntad. Y luego, al final de los días, ante la muerte, viviremos la serenidad del combatiente que cumplió con su cuota de militante y sus deberes.