La historia de los Estados Unidos contiene rarezas, sociales y políticas. Una muy significativa se dio cuando, liberados de Inglaterra, los llamados “padres fundadores”, sabiendo su vocación inmediata de ejercer ellos el poder, todos a una se dedicaron a pensar en limitarlo, frenarlo, cercarlo. Cedieron, desparramaron, en la Constitución mando, jurisdicción y soberanía. Y, ¡gran paradoja!, sembraron el rumbo para convertir esa nación en la más poderosa del mundo.

Washington, victorioso, cuando ante el desbarajuste inicial los militares le rogaron que asumiera el poder, se caló los anteojos, y respondió: no mancillaré la libertad por la que he combatido tanto.

Jefferson redactó la declaración de independencia y en el segundo párrafo reivindicó los derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Eso en 1776, mucho antes de la Revolución Francesa. Pero lo esencial lo consignó en su segunda parte: que los gobiernos están instituidos para defender esos derechos. Esa, su gran limitación.

John Adams, otro de los redactores de la Constitución, que luego sería presidente, señalaba: se trata de instituir un gobierno de leyes, no de hombres. Madison, después también presidente, el padre de la Constitución: como no gobiernan los ángeles, son esenciales los controles sobre el gobierno. Y el simpático Benjamín Franklin, el constitucionalista más descriptivo: “El poder, como el fuego, es un sirviente peligroso y un amo temible”.

Lo anterior con una gran adicional extravagancia contradictoria. Esos juristas del antipoder doméstico tenían claro dotar al naciente país con una vocación de poderío imperialista. De ahí las doctrinas de Jefferson y de Monroe.

Rareza especial fue que esas trece colonias atlánticas, con una población de menos de un millón de varones (las mujeres como los esclavos no contaban), como la de Soacha (Cundinamarca), hayan dado esa hornada de altos personajes, los que establecieron unas pautas de organización del Estado originales, duraderas y modelos universales futuros. Así, la democracia electoral representativa, con frenos y contrapesos, el Estado de Derecho y el régimen presidencialista. Y muy especialmente, la sucesión en el poder, no ya por la fuerza o por la sangre, sino mediante las elecciones. En la historia, el primer traspaso pacífico del poder, de un gobernante a su opositor ganador en los comicios, se presentó en 1800. John Adams, presidente en ejercicio, derrotado por Thomas Jefferson, le entregó la presidencia a este, su más enconado opositor. Inaudito en esa fecha.

Otra rareza. Europa luchó durante años para desarmar a los individuos y conseguir el monopolio gubernamental de las armas. Los Estados Unidos, al contrario, institucionalizaron el libre porte de ellas, esto para empoderar de libertad a los ciudadanos, y disminuir al gobierno hasta en la defensa personal de los asociados.

Y otras raras anécdotas. En 1774, en Williamsburg, por unanimidad, los electores les pidieron a los candidatos que dejaran de repartirles ron. Con suma elegancia les dijeron: los recibiremos como huéspedes gratuitos, para que nos tratemos mutuamente con el debido respeto.

Hace años leí que en votación, en un condado, los jóvenes se habían opuesto a la proposición de subsidiarles las viviendas. Argumentaron: ello nos resta el ánimo para trabajar y conseguirlo nosotros mismos.

Anomalías recientes. Theodore Roosevelt, belicoso que nos robó Panamá, el del “gran garrote”, en 1906 Nobel de Paz. Hoy, nueva paradoja, esta, que Trump, tan bronco peleador tan fiero, haya conseguido una paz -así sea muy frágil- en Gaza.