Después de más de 20 años de Gobierno Uribista es fácil pensar que apoyar el cambio solo signifique cambiar de “patrón”. Un nuevo mesías podría reinar sin modificar las relaciones sociales, económicas, culturales y de justicia, y así se lograría que todo cambie para que nada cambie.

Pero la irrupción del Progresismo en la política nacional, desde Bogotá Humana hasta Colombia Potencia de Vida, ha marcado un rumbo de transformaciones estructurales; no extremistas como podría esperar la izquierda radical, pero tampoco cosméticas como le gustaría al establecimiento.

El progresismo se ha mantenido como propuesta coherente, más no inmutable, pues es un cuerpo de ideas, valores y principios desarrollados y adaptados a las realidades del momento y del territorio. Propone y promueve la crítica programática, la globalización del pensamiento político y la proyección de sus decisiones a generaciones futuras, fortaleciendo la institucionalidad y descentralizando el poder.

El progresismo colombiano, liderado hoy por el presidente, Gustavo Petro Urrego, tuvo sus raíces en las propuestas de Antonio Navarro Wolf, candidato presidencial hace 30 años, que había bebido de las ideas de Jaime Bateman Callón, un soñador de la paz, la democracia y la justicia social en Colombia. Desde esa perspectiva el progresismo es un ideario político coherente, diferente del neoliberalismo de la derecha, y del fascismo de la extrema derecha, y diferente del conservadurismo radical. También es diferente del socialismo pregonado desde la izquierda y rechaza la violencia como forma de acceder y

ejercer el poder, como pregonan las extremas radicales.

El caudillismo, al estilo de Álvaro Uribe Vélez (AUV), se ejerce desde el carisma de su líder y la centralización del poder, lo que debilita al Estado y a sus instituciones, y las reemplaza por una relación directa con la comunidad de su interés, y por el uso del miedo para ofrecer la seguridad que se garantiza con el ejercicio del poder con mano dura.

José Luis Romero, historiador argentino, estudió el fenómeno de los líderes fuertes, y su papel en los vacíos de Estado: la emocionalización de la política, la resistencia al pensamiento ideológico estructurado, el clientelismo, la jerarquización de las relaciones y el centralismo como estrategias para imponer culturalmente el paternalismo autoritario disimulado con la retórica institucional, lo que genera el fascismo criollo o, mejor dicho, el “aristocratismo popular”.

Romero dijo que “la falta de una ciudadanía crítica permite que el poder personal se disimule bajo las formas republicanas”, y Orlando Fals Borda lo planteó así: “Una democracia sin pueblo es una dictadura con cara amable.” José Luis Romero concluyó que “la esencia del caudillismo está en que el caudillo es un sustituto del Estado y del pueblo organizado”. Por eso le temen a que el pueblo se organice.

En el estilo de gobernar la diferencia está en que el progresismo distribuye esperanza con participación, debate e inclusión, mientras que el Uribismo concentró el poder desde el miedo, lo que demostró que la institucionalidad no garantiza la democracia, que el líder fuerte suele ocultar autoritarismo, y que solo una ciudadanía crítica, organizada y participativa evita el fascismo encubierto.

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Coletilla: Declararon culpable al expresidente Álvaro Uribe Vélez y, quien lo creyera, no nos volvimos como Venezuela. Eso también refleja el cambio.