No sé cómo decirlo, tal vez lo diga mal: los viajes son la mejor forma de darnos cuenta de que nos vamos a morir. Sé que sueno fatalista, me perdonará la lectora: es que estoy de viaje (hay una suerte de pausa justificativa en los viajes, como un paréntesis). Estos días he visto cómo los paisajes se respiran solo en un minuto, y cómo las mejores fotos se toman sin la cámara. Las piedras no son piedras sino perfiles de gigantes, una grieta no es una grieta sino el origen de la vida, un gran lago no es un lago sino el cementerio de los dioses perdidos.
El viajero se acerca a su vocación de ánima, o de caracol: lleva su casa a cuestas.
Hay quienes no pueden más que moverse (esos no son viajares, son migrantes).
Hay quienes por decisión sienten que la vida es el movimiento: nunca llegan, siempre se están yendo. Los hay que pueden, aunque por un momento de la vida, imaginar que la única casa es su maleta: promesas guardadas entre los sacos para que no se quiebren, piedras de mar que por algún azar extraño terminarán en un rincón de la biblioteca -o en el fondo del basurero-. Yo estoy en estos últimos, tengo la fortuna de decir que lo que más me gusta de viajar es volver.
Dibujé perfiles de viajeros: el anciano pensionado que usa gafas oscuras y pañoleta de seda en el cuello, que viaja solo porque quiere echarse unas canitas al aire y que afirma de una guía que no le cae bien: “¡Me tiene mamado la gorda esa!”. Están los esposos que, aunque se cambien de ropa cada día, parecen vestidos siempre igual: el hombre de gorra, camiseta polo y pantalón; la mujer de blusa, zapatillas y blue jean; en la maleta les cupo un par de zapatos por jornada. O los enamorados que viajan juntos por primera vez y que se toman fotos en cada monumento sin pensar que van a tener que borrarlas después, cuando no les quede memoria en el celular o cuando dejen de ser novios. El último: está el viajero que dice escribir -no viaja, espía-, critica a los guías y odia que lo interrumpen mientras está concentrado durmiendo.
He visto países que les ha tocado renacer del polvo de su desgracia. He visto otros cuyos monumentos son construidos con las cenizas de aquellos. He sentido las heridas de las ciudades y las heridas de las personas: el hombre solitario que se toma una jarra de cerveza mientras mira la entrada del bar, la mujer que le reclama a su novio durante media hora y que se va con su vestido de flores y sus tenis Converse. Nunca sabré el desenlace de esas historias. El mejor desenlace tal vez sea la duda.
He viajado, he visto, creo que me esperan. Hans Christian Andersen decía que viajar es vivir. Viajar también es morir: uno se va y solo deja el beso de despedida.
Viajar también es renacer: cuando llegue el momento habrá que dejar descansando los zapatos, meter la ropa sucia en la lavadora y guardar la maleta con los nuevos rayones que dejó el viaje, hasta que llegue el definitivo.