Visité el campo de concentración de Auschwitz y no solo me impactó la historia de ese lugar de tortura, sino la actitud de muchos turistas: con sus palos largos y su ropa de flores se tomaban selfies junto a las barracas, las garitas, los rieles y las alambradas; al lado de espacios donde aún se siente la sombra de las fosas comunes y los hornos crematorios. Me impresionó la forma feliz en que posaban con la muerte. Pensé en que esa es una metáfora de la política colombiana (acaso mundial).

Repasemos el guion: Miguel Uribe Londoño, el padre de Miguel Uribe Turbay (político asesinado), utilizó el funeral de su hijo como primer acto de campaña y lo reemplazó para ser precandidato presidencial del Centro Democrático; los despojos de una guerrilla revolucionaria, unas disidencias de las Farc, hicieron estallar un camión bomba que asesinó a 7 personas inocentes en Cali (puede que en pocos días sean más); otro frente de esa misma organización que “lucha por la liberación” (quizá por liberar las almas de los cuerpos) tumbó un helicóptero de la Policía en Antioquia y asesinó a 13 policías que iban en él; Álvaro Uribe Vélez, expresidente condenado, dio un discurso de campaña política en el sitio donde hacía solo unos meses habían atentado contra su pupilo, Miguel Uribe hijo. Si eso no es hacer política con la muerte entonces nada lo es.

Esta locura no desemboca en una acción ciudadana sino en que a personas con pocos escrúpulos les dé por lanzarse a la Presidencia. Lo que prima no es el luto, la conciencia de un duelo colectivo; lo que prima es que todo -hasta la muerte de un hijo- es la oportunidad de ser presidente. Parece que uno de los requisitos de nacionalidad colombiana es aspirar a jefe de Estado a toda costa.

Vicky Dávila, por ejemplo, usó la revista Semana como plataforma política desde las pasadas elecciones presidenciales hasta que por fin reveló sus verdaderas intenciones y se lanzó. Desde el atentado contra Miguel Uribe hijo no ha desperdiciado ningún momento para posar. O Daniel Quintero, quien aprendió muy bien el papel de Dávila de hacerse campaña en cualquier circunstancia, hizo, una vez más, el ridículo al izar una bandera colombiana en la isla de Santa Rosa de Yavarí, porción de tierra que emergió por el desplazamiento del río Amazonas y que no existía cuando se definieron las fronteras entre Colombia y el Perú, hace un siglo.

También hace un tiempo, en 1989 -como recordarán mejor que yo algunos lectores-, en el sepelio de otro político asesinado, Luis Carlos Galán, su hijo, Juan Manuel Galán, le dio las banderas del partido Liberal al expresidente César Gaviria, acto que llevó a Gaviria, ciertamente, a ser presidente en 1990 (un amigo me decía que las elecciones en Colombia se ganan con plata, votos y puestos; craso error, también con asesinatos).

Así sigue la larga lista de precandidatos sin escrúpulos. Padres con hijos o hijos con padres asesinados, para quienes el primer acto de campaña presidencial se hace en los cementerios o en los sepelios. Diría que esa es la única manera de hacer política con la muerte, pero en Colombia los muertos también votan.