Se le ve caminando un poco ido, como si ya estuviera donde quisiera llegar o como si todavía no hubiera pisado un pie afuera de la casa. A veces en un café, con una novela o un poemario sobre la mesa, mucho más preocupado por una mala trama o por una infortunada imagen poética que por la queja ajena de una señora encopetada.

Hay días en que se puede conversar con él, cuando uno ve que sale de su trance. En esos momentos dice varias cosas: “Prefiero no leer mucho a los de antes para no sentir que lo que hago lo hizo alguien más”, dice. “Este es un oficio muy difícil, muy poco valorado, pero hay que seguir”, dice. “Yo hubiera querido ser un gran lector desde pequeño, pero la verdad es que no fue así. Me llegó la literatura tarde”, dice. “A mí no me interesa que me manden libros de los premios que me gano; a mí me interesa que me reconozcan mis derechos como autor”, dice.

Su nombre es Alejandro Sánchez, el poeta que fue nominado al premio “Caldense del año”. No es algo menor que el año pasado hubiera ganado dos concursos nacionales: quedó de primero en el Concurso Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus y de segundo en la Bienal de Poesía Inédita de la Tertulia Literaria de Gloria Luz Gutiérrez. Sin embargo, lo que más emociona es que esté contribuyendo con otras personas a que el adjetivo “caldense” no sea sinónimo de “político corrupto” y de “escándalo mediático”. También está Federico Ríos, homenajeado hace poco en el Congreso de la República por su trabajo fotoperiodístico y nominado a su vez al “Caldense del año”.

En una ciudad donde decir que uno es escritor es como decir que uno es un dinosaurio, decir que uno es poeta es peor: un espécimen todavía más raro. Alejandro no se autodenomina poeta, pero ese nombre lo persigue; va siempre detrás de él como si una palabra anduviera. Tampoco goza del mote “poeta caldense”; en el fondo sabrá que no sirve de nada estar en los anaqueles olvidados de las bibliotecas públicas -si acaso-.

Leer sus libros Tierra de fuego y Aguas adentro es adentrarse a su propia interpretación de la poesía (incluso su libro de cuentos Canasta familiar puede decirse que es poesía). Hay complejidad, hay sutiliza, hay heridas. Sus poemas pintan mitos en palabras, el silencio del mundo después del abismo, el lenguaje del fuego y del agua. Hay mucho de juego en sus obras: “La poesía también es juego”, dice. Asunto que no es menor, pues ha hecho carrera en Colombia y en el mundo la asociación extraña de considerar que quien mejor sufre mejor escribe (o quien mejor dice sufrir mejor dice escribir).

Por último, dice: “En Manizales solo suceden cosas cuando juega el Once Caldas”. Tal vez sea verdad, pero la prueba de que no es cierto es él mismo: aquí ocurre su poesía sobre todo durante el silencio del estadio, cuando lo persigue “la palabra andante”.