Más allá de los argumentos jurídicos a favor o en contra del proceso que se adelanta contra el expresidente Álvaro Uribe lo que debe comprenderse con claridad es que este caso tiene consecuencias políticas inevitables. No es un expediente aislado, ni un mero conflicto procesal, es un episodio cargado de simbolismo con profundas implicaciones para el debate nacional.
Uribe no es un ciudadano más. Es, para bien o para mal, el rostro más visible de la resistencia contra las ideologías socialistas que, durante décadas, se expresaron en Colombia mediante la violencia armada. 
Su figura representa, para una parte significativa del país, la contención del proyecto revolucionario que pretendió imponerse mediante secuestros, tomas, atentados, masacres y otras formas de terrorismo. Por eso no es menor que muchos de los principales responsables de esa violencia estén hoy sentados en el Congreso de la República, en ministerios, embajadas y altos cargos del Estado, sin haber pagado nunca por sus crímenes, sin mostrar un ápice de arrepentimiento, y en muchos casos, adoptando un tono desafiante y burlón, como si la historia los hubiera absuelto.
Más preocupante aún es que, lejos de ejercer el poder con altura, muchos de esos actores lo ejercen con la misma lógica de impunidad que marcó su pasado. 
A las culpas no saldadas por sus actos armados, suman ahora escándalos de corrupción, abuso de poder, peculado, prevaricato y una larga lista de desviaciones institucionales. Lo que perturba a la conciencia pública no es solo la aparente asimetría judicial, sino la inversión moral que esta representa: quien los enfrentó con más eficacia es hoy sometido a un proceso judicial plagado de inconsistencias y dudas razonables, mientras ellos se presentan como paladines de la legalidad, la ética y el respeto a las instituciones.
Esa contradicción resulta difícil de asimilar para muchos ciudadanos. No porque exista un rechazo a la justicia como institución, sino porque crece la percepción —fundada o no— de que ciertos sectores del aparato judicial han sido permeados por sesgos ideológicos. Y esta inquietud no es reciente: desde hace décadas se ha advertido sobre la cercanía entre algunos actores judiciales y ciertas agendas políticas. 
No son casos aislados los de jueces que, al dejar la toga, se integran activamente a proyectos partidistas, erosionando con ello la credibilidad sobre su imparcialidad pasada y futura. Este tránsito de la magistratura al activismo genera una sombra de duda que no puede simplemente desestimarse.
El respeto a la justicia es un pilar fundamental del Estado de Derecho y debe mantenerse con firmeza. 
Las decisiones judiciales deben ser acatadas, siempre dentro del marco del debido proceso y bajo la premisa de la buena fe. Pero para que ese respeto sea sólido y sostenido, la justicia debe esforzarse por mostrarse ajena a toda militancia, guiada por la equidad, no por el cálculo ideológico. Lo que no puede tolerarse es una impunidad estructural de un lado, mientras del otro se aplica con rigor selectivo el peso de la ley.
Cuando esto ocurre, la legitimidad institucional se debilita. Y ese desequilibrio, más temprano que tarde, se expresa en las urnas, que siguen siendo —pese a todo— el último recurso de las democracias.