Los crímenes políticos han sido frecuentes históricamente, como una forma de resolver los líderes sus diferencias, satisfacer aspiraciones eliminando rivales o imponer estilos de gobierno. En la antigua Grecia fue notorio el asesinato de Filipo II, rey de Macedonia y padre de Alejandro Magno, del que se señaló como cómplice a su esposa, Olimpia, quien, poseída de delirios, decía que su hijo, Alejandro, había sido engendrado por Zeuz.
Según la mitología griega, eran frecuentes las relaciones entre dioses y humanos. En Roma, uno de los mellizos Rómulo y Remo, fundadores de la ciudad eterna, mató a su hermano, para quedarse solo con el poder. Después, en épocas de la república, la diferencias entre caudillos se resolvían a muerte. Tal el caso de Julio César, apuñalado para desmontar el cesarismo que había impuesto.
Más cerca en la historia, en los Estados Unidos, la esclavitud y el racismo han provocado magnicidios como el del presidente Lincoln, gestor de la abolición de la esclavitud, a quien los empresarios agrícolas sureños no le perdonaron que les hubiera desmontado el negocio de tener mano de obra gratuita y compra-venta de negros esclavos. Igual sucedió con el presidente Kennedy, quien concluyó la tarea humanitaria tramitando la abolición de la odiosa discriminación racial, que aprobó el Congreso después de su muerte.
Esa misma causa, la igualdad racial, cobró la vida del líder Martin Luther King. Detrás de esos casos especialmente notorios, y de otros similares, siempre ha estado el tenebroso Ku Klus Klan, que sigue vigente con su fanatismo racial, oculto tras las capuchas blancas que lo identifican.
En Colombia, después de conseguida la independencia de España, la violencia ha sido una constante y los magnicidios, que comenzaron con el del mariscal Sucre, emboscado en las montañas de Berruecos, se han prolongado a lo largo de más de dos siglos, con pérdidas humanas tan significativas como el general Uribe, Gaitán y Galán, las de mayor repercusión por la relevancia de las víctimas.
Ahora, el asesinato del joven senador Miguel Uribe Turbay ha sacudido los más hondos sentimientos de los colombianos de bien, porque es producto de una conjugación de factores, entre ellos la absurda confrontación por el poder, que elimina a una promesa para el futuro del país utilizando métodos tan viles como reclutar niños sicarios. La degradación ética incluye la injerencia en política de organizaciones criminales, sin más objetivo que el enriquecimiento, que alimentan sus aspiraciones con el desbarajuste institucional; la complicidad de políticos sin escrúpulos y la carencia de principios, superados éstos por la codicia y la ambición de poder político.
El crimen de Miguel Uribe Turbay no puede ser otro episodio histórico más para la impunidad, que se esconde tras manipulaciones bien calculadas, y una oportunidad para los hipócritas que, entre lamentaciones fingidas, se frotan las manos porque tendrán un competidor menos en la contienda electoral. Parece crudo el análisis, peso así es. Contrasta lo anterior con el valor y la dignidad de doña María Claudia Tarazona, esposa de Miguel, ante quien se inclina el país con cariño y respeto.