Como lo reseña la memoria del tiempo, exitosos gobernantes de diversos países, incluidos los de mayor influencia en el desarrollo humano, gestores del progreso de pueblos que han conquistado preeminencia universal, han sido personas sin ostentosos títulos académicos ni antecedentes familiares blasonados, pero poseedores de dones naturales como la aguda inteligencia, la curiosidad para el conocimiento, el sentido común, el liderazgo y los principios éticos, que les infunden respetabilidad, distinta del temor que provoca la fuerza.
Los ejemplos son muchos, algunos relevantes, que no es del caso mencionarlos, porque el asunto es casuístico, en el sentido de que cada quien tiene sus paradigmas, dado que el tema está influenciado por doctrinas políticas o religiosas, o por costumbres que varían de una comunidad a otra.
Hay para los conductores de pueblos un asunto superior a cualquier consideración ideológica puntual, o a estilos impuestos por costumbres y modelos específicos, que es el bienestar general de las comunidades, que no admite clasificaciones ideológicas, sociales o económicas. Para lograr el objetivo se requiere de la conducción política de líderes con vocación de servicio sin exclusiones, don de mando exento de autoritarismo y honestidad sin reservas, para que los administradores de lo público obren en función de servir con eficiencia en todos los frentes y a todos los connacionales, sin buscar beneficios propios, o para círculos cercanos que los apoyen, distintos del honroso reconocimiento.
En Colombia, a finales del siglo XX, con la loable intención de mejorar la calidad de los funcionarios públicos y, de paso, estimular el desarrollo de las instituciones educativas y promover la ampliación de su cobertura formativa, se promulgó una ley que señalaba niveles mínimos de conocimientos que los aspirantes a cargos públicos, o a contratar con el Estado, debían sustentar con títulos académicos.
Los requisitos se extendían a organismos de control, al poder judicial y al Congreso de la República, las asambleas departamentales y los cabildos municipales. Pero, “hecha la ley, hecha la trampa”, algunas universidades, y otras instituciones “educativas”, de escasa trayectoria y precaria calificación académica, las llamadas “de garaje”, se convirtieron en vendedoras de títulos, para satisfacer la demanda y hacer negocio, de donde emergieron los “ignorantes titulados”, que campean en los despachos oficiales, haciéndole un daño incalculable al país.
Muchos de ellos han surgido del clientelismo que se gestó con la paridad política ordenada por el Frente Nacional, que buscaba atenuar la confrontación partidista liberal-conservadora, pero terminó creando otro engendro tal vez peor, que fue la corrupción en la administración pública a través de las coaliciones políticas que se formaron en todos los escenarios para incrementar la burocracia, neutralizar el control político y saquear los presupuestos.
Algún correctivo se había alcanzado desde que terminó la alternación en el poder, hasta que desaparecieron las ideologías, atomizadas en grupos electoreros, y emergieron la polarización y el populismo.