Hace cuatro años el país se debatía entre unas amplias opciones de candidatos que luchaban por conquistar los votos de los colombianos. Unos, confiando en la democracia y en las garantías institucionales, acudían al convencimiento a través de ideas, propuestas, planteamientos y alternativas de soluciones; mientras tanto, otros atacaban rastreramente a sus adversarios, les inventaban historias, los masacraban en redes sociales, y se aliaban con el lumpen de las cárceles colombianas y con los desechables que habían alimentado durante las protestas terroristas.

Ofrecían impunidad y confección de leyes a la medida del narco terrorismo (sus socios naturales) obteniendo, además, dineros a manos llenas para manipular el proceso electoral. Fue una campaña desigual, injusta, violenta y desproporcionada que terminó en fatalidad: con el triunfo de la perversidad sobre la nobleza; del terrorismo sobre el patriotismo; del vandalismo sobre la civilidad; de la violencia sobre la paz; y de la impunidad sobre la justicia.
Los candidatos que se le oponían a la izquierda fueron sacados del camino uno a uno a través de la lapidación mediática, las presiones judiciales o el amedrentamiento físico y moral, quedando solo un individuo por quienes votamos, desganados, millones de colombianos que tuvimos que decidir entre el herpes o la lepra. ¡Y ganó la lepra!
Hoy nos enfrentamos nuevamente a esa lepra, en una campaña más desigual aún, pues no se hace en las cárceles, porque los grandes capos están libres y fungiendo de gestores de paz; ni en los campamentos guerrilleros, porque ellos están en las ciudades gozando de protección, lujo y boato; ni mediante recolectas para manutención de la primera línea, porque los recursos del Estado les están llegando profusamente. Es decir, la campaña se hace con los mismos actores, solo que todos en libertad, y disponiendo ya no solo de las fortunas delincuenciales sino del presupuesto y amparo estatal.

Con el agravante de que, junto con la lapidación mediática, se acude a la lapidación física eliminando a sus adversarios mediante todas las formas de lucha, que implica, por supuesto, el sacrificio de la vida, con garantía absoluta de impunidad.
Lo delicado es que los buenos estamos cayendo nuevamente en la trampa de estos facinerosos. Porque en lugar de estar unidos y alejados de egos y vanidades, trazando estrategias de protección y triunfo, sucumbimos ante las ansias de poder y nos enfrentamos salvajemente entre nosotros mismos en un horrible canibalismo. Tanto, que a estas alturas la gente decente no tiene claro su voto, y esa indefinición le da ventaja al enemigo petrista quien elige sin importar el hedor, porque en él vive, sin importar la decencia; porque carece de ella, sin importar la licitud; porque delinquir es su salvaguarda, sin importar la estética; porque le complace el caos, y sin importarle Colombia, porque la meta es, precisamente, su destrucción.
Los precandidatos de oposición no pueden olvidarse de que el enemigo está es al otro lado. Descuartizarse entre ellos, solo beneficia al sátrapa. ¡La oposición se une, o Colombia se acaba de joder!