Tuve un sueño. Soñé que, en un arrebato de libertad, decidía pintar la fachada de nuestra casa -una joya arquitectónica del Centro Histórico de Manizales-. Una casa nuestra, pagada con mi trabajo y el de mis ancestros, heredada con amor, cuidada con esmero… Pero ahí no termina el sueño, porque después venían ellos: los burócratas del patrimonio. A continuación, relato las once versiones de mi fachada soñada… y las once respuestas que imaginé de quienes custodian con fervor religioso cada centímetro de cal de mi propiedad.
Soñé -como sueñan los ingenuos- que un día podía pintar mi casa. No para negarle su historia, sino para celebrarla. Mi casa, antigua y querida, en el Centro Histórico de Manizales, con sus muros cansados y su alma intacta, pedía a gritos un poco de color y cuidado.
Pero entonces, como en todo sueño, llegaron los burócratas. Unos estaban aquí mismo, en la ciudad, sin saber muy bien de qué color era el patrimonio, pero seguros de que cualquier brocha era una amenaza. Otros, más letrados, estaban en Bogotá: sabían mucho, decidían poco, y lo hacían tarde. Todos compartían algo: el poder absoluto de decir “no”, en nombre del bien común, aunque la casa se descolorara.
Y así, atrapado entre la ignorancia local y la omnipotencia central, la propiedad privada quedó suspendida en el limbo del trámite. Empecé entonces a soñar fachadas. once, para ser exactos. Y cada una tuvo su respuesta.
Estas son algunas perlas de su pensamiento estético-administrativo.
1. La fachada igual
No la pinté. Solo la lavé con agua y jabón.
Respuesta: “Toda intervención, incluso la omisión cromática, debe ser documentada, justificada y aprobada por la Dirección de Patrimonio. La limpieza espontánea altera la pátina histórica”.
2. La fachada protesta
Un gran letrero que decía: “Esta casa es mía, pero no puedo tocarla”.
Respuesta: “La expresión política debe canalizarse por medios institucionales. Esta fachada está protegida del pensamiento libre”.
3. La fachada espejo
Instalé paneles reflectivos que mostraban la ciudad en lugar de la casa.
Respuesta: “La fachada desaparece simbólicamente. Es una forma de desaparición forzada patrimonial”.
4. La fachada original
La pinté del mismo color que ha tenido por más de cien años.
Respuesta: “Debe justificar con pruebas documentales (fotografías anteriores a 1940, actas notariales, testimonios de vecinos fallecidos) que ese era efectivamente el color original. El recuerdo no es evidencia”.
5. Fachada que no es fachada
Una instalación de andamios permanentes que simulan eternamente una restauración.
Justificación: “Lo patrimonial no es el edificio: es la promesa de intervención. La ruina simbólica es más auténtica que la restauración sin concepto”.
6. La fachada libertaria
Un color sobrio, con una placa que decía: “Viva la libertad”.
Respuesta local: “Necesitamos concepto técnico, jurídico, simbólico, escatológico y, si se puede, astral”.
Respuesta nacional: “Recibido su requerimiento. Plazo estimado de respuesta: entre 90 y 666 días hábiles”.
7. La fachada moderna
Una reinterpretación del estilo original, con colores suaves y geometría limpia.
Respuesta local: “No entiendo, pero me opongo”.
Respuesta capitalina: “Entiendo perfectamente, pero también me opongo”.
8. La fachada espontánea
Intenté embellecer la casa con buen gusto y sin aspavientos. Una pintura discreta, sin estridencias.
Respuesta: “La armonía espontánea es peligrosa. El patrimonio necesita formularios, no inspiración”.
9. La fachada asesorada
Consulté a un pintor con sensibilidad artística para hacer una propuesta equilibrada y respetuosa del contexto.
Respuesta: “No es que no tenga usted gusto. Es que su gusto no ha sido aprobado por resolución conjunta”.
10. La fachada ciudadana
Tomé una brocha, pintura neutra y algo de tiempo un domingo.
Respuesta: “El ciudadano con brocha puede alterar más el orden que un grafitero con consignas. Porque el primero cree que está haciendo el bien”.
11. La reja inmortal
La reja estaba podrida. Oxidada, vencida, rota. La habían instalado hace décadas para adaptar dos viejas puertas de madera -estrechas e imprácticas- a un uso comercial más funcional. Cuando se hizo, nadie dijo nada. No había normas. Solo necesidad. Yo la cambié por una nueva: sobria, segura, discreta. No restauré el Partenón. Solo puse una reja que no matara a nadie si se soltaba.
Respuesta: “Esa reja, aunque fuera una alteración no autorizada del diseño original, ha adquirido valor patrimonial por el paso del tiempo. Debió solicitar autorización antes de intervenirla, así fuera para evitar una tragedia. El patrimonio también tiene derecho a oxidarse en paz”.
Desperté con sudor frío. No del miedo. De la impotencia. Desperté con una mezcla de rabia y claridad. El burócrata no odia mi casa. Simplemente no puede concebir que yo la entienda, la cuide o -Dios no lo permita- la embellezca sin su autorización moral, estética y procesal.
Y entonces lo entendí: el burócrata no es un enemigo del patrimonio. Es su sacerdote. Y como todo sacerdote, exige sacrificios. En este caso, el sacrificio de la libertad, del sentido común y de la pintura fresca.
Porque en este país, si usted tiene una casa patrimonial, solo tiene dos caminos:
1. Que decida un funcionario local sin formación, cuyo poder es inversamente proporcional a su conocimiento.
2. O que decida un experto en Bogotá, cuya sapiencia es proporcional al tiempo que se toma en responder… cuando responde.
Y así, uno descubre que el patrimonio no es una herencia viva, sino una pieza embalsamada, bajo tutela estatal, donde hasta la brocha debe pasar por comité. Un comité de buen gusto, claro está: gusto ajeno, eterno, y con sello radicado.
Ya no basta con tener una casa. Hay que tener abogado, historiador, restaurador y exorcista. Porque cualquier intervención -por mínima, lógica o amorosa que sea- corre el riesgo de ser un “atentado” contra el patrimonio.
Es la descentralización incompetente o la centralización omnipotente. Entre la ignorancia local y la arrogancia nacional, mi casa sigue igual: mal protegida… pero eso sí, ¡legalmente!
Y mientras tanto, los verdaderos enemigos del patrimonio -el abandono, la pobreza, el desinterés institucional- no necesitan licencia. Ellos actúan sin pedir permiso.