La Alcaldía de Manizales adopta un Plan Especial de Protección (PEP) para su Centro Histórico, pero 27 años después sigue sin aplicarlo. Cada entidad interpreta las normas a su modo y ninguna asume la autoridad para coordinar la ejecución. Hoy se sigue cayendo a pedazos el sector.
Aerocafé ha tenido voluntad política, presupuestos comprometidos, comunicados optimistas y varias etapas inauguradas…, pero ningún avión aterriza.
La Planta de Tratamiento de Aguas Residuales (PTAR) de Los Cámbulos es un consenso técnico y ambiental, pero su ejecución se pierde entre estudios, licencias, avales y revaluaciones interminables.
La Autopista del Café prometía conexión plena, pero décadas después sigue inconclusa: los tramos faltantes están mapeados, los presupuestos estimados, los diseños aprobados… pero falta “el último empujón”.
Todos están de acuerdo. Todos tienen voluntad. Y sin embargo… las cosas no pasan. ¿Por qué?
Normalmente atribuimos estos fracasos a la corrupción, pero no siempre es el caso. Una posible respuesta la podemos encontrar en la economía neoinstitucional y la clave de lo que no se ve.
La economía neoinstitucional parte de una idea sencilla: las personas actúan racionalmente, pero dentro de límites, y esos límites son las reglas del juego. Algunas están escritas (leyes, procedimientos); otras son tácitas (jerarquías informales, temor al riesgo, cultura de castigo, dividendos políticos). Esta teoría se ocupa de cómo esas reglas condicionan las decisiones, los costos, las alianzas y los resultados.
Podría pensarse que todo esto -hábitos, miedos, rutinas- es materia para la sociología o la psicología organizacional. Y lo es. Pero lo que hace que la economía neoinstitucional sea útil para entender por qué las cosas no pasan es su mirada sobre el comportamiento estratégico bajo restricciones.
Mientras otras disciplinas explican por qué la gente se comporta como se comporta, la economía neoinstitucional pregunta qué pasa cuando ciertos incentivos, restricciones y estructuras institucionales están en juego. Es una teoría para entender el resultado de la acción colectiva en contextos con reglas incompletas, sesgadas o contradictorias.
Y por eso sirve tanto para explicar por qué, aunque todos quieran que algo pase, no pasa. Los referentes clásicos de esta teoría -como Douglass North, Oliver Williamson y Elinor Ostrom- no se interesaban por las instituciones como estructuras jurídicas abstractas, sino como sistemas vivos de reglas, restricciones y posibilidades.
North, por ejemplo, definía las instituciones como "las reglas del juego en una sociedad", y mostraba cómo determinan los costos de transacción, los comportamientos estratégicos y la viabilidad del cambio.
No es una teoría del deber ser, sino del por qué no fue. Y eso la vuelve especialmente útil para quien quiere transformar, pero antes necesita entender con qué está lidiando.
La economía neoinstitucional ofrece una respuesta: lo que determina que una política funcione no es solo la intención, ni siquiera el presupuesto. Es el conjunto de reglas formales e informales que condicionan el comportamiento de las personas dentro de las instituciones.
Estas reglas no siempre están en los manuales, ni en los organigramas. Están en los hábitos, en los incentivos reales, en los miedos tácitos y en las rutinas heredadas. Son las que determinan si alguien actúa o se paraliza, si se colabora o se bloquea, si una decisión avanza o se devuelve para revisión "por prudencia".
Desde esta perspectiva, las instituciones no son edificios ni cargos: son un entramado de rutinas, lenguajes, lealtades, temores, tiempos y premios invisibles. Cambiar el papel es fácil; cambiar el comportamiento institucional es otra historia.
Lo que se espera de una institución (y lo que suele hacer en realidad).
A las instituciones públicas se les supone racionalidad, planeación, servicio y transparencia. Pero quienes trabajan dentro saben que hay dos versiones de cada entidad: la que aparece en el manual de funciones y la que se mueve en los pasillos.
Se espera que resuelva problemas. En realidad, los redistribuye entre dependencias hasta que parezcan menores.
Se espera que actúe con celeridad. En realidad, pone en pausa cualquier urgencia hasta que se convierta en rutina, a no ser que tenga un doliente político en el poder.
Se espera que simplifique trámites. En realidad, agrega un anexo nuevo para aclarar el anterior.
Se espera que premie el mérito. En realidad, sospecha del entusiasmo y trae funcionarios inaptos, pero con conexiones políticas.
Se espera que planifique. En realidad, reacciona con solemnidad ante lo imprevisto y si una iniciativa no tiene efectos prácticos -léase dividendos políticos inmediatos- se deshecha aunque sea importante.
Se espera que ejecute el presupuesto. En realidad, no pocas veces lo logra sólo parcialmente.
Afuera, se dice que las instituciones sirven. Adentro, se aprende que no hacer también es una forma de supervivencia.
Sobreviven los funcionarios veteranos que no siempre se oponen a los cambios. Simplemente los han visto pasar. Algunos los han superado. Saben que el entusiasmo tiene ciclo: inicia en PowerPoint, se desgasta en comités, y termina en silencio administrativo.
Cuando llega alguien nuevo -joven, nombrado, lleno de ideas- el veterano lo observa. No lo combate: lo deja hablar. Lo acompaña, incluso. Le traduce jerga. Le cuenta cómo “eso ya se intentó en el 2012”. Y, con suerte, le enseña dónde está la cafetera.
Pero también protege lo que considera sagrado: su rutina, su resguardo, su forma de evitar el conflicto. Sabe que el sistema premia al que no se equivoca. Por eso espera. Deja que el nuevo proponga, se estrelle, se canse. Y luego, discretamente, recupera el formulario viejo.
Si usted llega por primera vez a un cargo público, lo más probable es que crea que lo importante es entender el problema que debe resolver y sus funciones legales. Error común. Lo primero que necesita entender es dónde ha caído.
Usted es ahora parte de una estructura que tiene más capas que sentido, más procedimientos que propósitos, más filtros que ventanas y más excepciones que reglas. A continuación, algunos escenarios realistas:
Le pedirán que "revise" un documento que ya está aprobado. No para modificarlo, sino para que lo firme y parezca suyo.
Querrá contratar algo urgente, pero descubrirá que el contrato tipo tiene tres versiones en uso, ninguna actualizada y que hay modificaciones hechas a la medida que no se sabe quién las incluyó.
Hará una reunión para avanzar, pero nadie vendrá porque todos esperan a que usted tome una decisión que no puede tomar sin ellos.
Le dirán que una decisión es "políticamente sensible". Eso significa que nadie quiere asumir el costo de decir que no.
La voluntad sirve. La energía también. Pero si quiere hacer algo más que recorrer oficinas con buena intención, empiece por observar. Pregunte poco. Lea mucho. Escuche a los que no opinan. Y anote los silencios. Ahí están las verdaderas reglas del juego.
Observe también:
Quién se sienta cerca del jefe en las reuniones y con quienes suele hablar a solas (y quién evita hacerlo).
Qué temas se mencionan en voz baja en los pasillos y en voz alta en los correos.
Cuáles firmas toman días y cuáles salen en minutos, y por qué.
Qué documento circula siempre como “borrador”, pero nunca llega a versión final.
Quién dice qué es lo que hay que firmar, no importa si está dentro de sus funciones.
Cuándo se justifica una demora por "seguridad jurídica" y cuándo por "prudencia política".
Dónde se toman realmente las decisiones: en el comité formal o en la reunión entre los jefes de la coalición.
En el aparato público, los indicios importan tanto como los documentos. Y los patrones de omisión hablan más claro que las directrices oficiales.
Y sobre todo, no se frustre si nada pasa. Kafka no exageraba. Solo se quedó corto de acrónimos.
Porque en el sector público, lo difícil no es que haya ideas. Ni gente buena. Lo difícil es hacer que las cosas pasen... sin que se quiebren, se hundan en un trámite, se enfríen en el comité de compras o se queden atrapadas entre dos versiones contradictorias del mismo procedimiento o en algún concepto jurídico pendiente.
Si eres joven, tienes buena voluntad, te nombraron por confianza y todavía crees que puedes hacer que las cosas pasen, no te desanimes.
Solo asegúrate de llegar con tres cosas: una libreta para tomar nota de lo que no se dice, una piel suficientemente gruesa para no ofenderte con la indiferencia, y un sentido del humor lo bastante fino para entender que a veces la única reforma posible… es sobrevivir con dignidad.
Haz lo que puedas. No todo se mueve. Pero si logras mover una tuerca -una sola- sin que la máquina te trague, ya hiciste más que muchos.