No sé si quienes leen estas letras se han preguntado de qué viven los profesionales de las artes que se gradúan cada semestre de las universidades, o aquellos que, sin pasar por ellas, cuentan con un valioso conocimiento empírico. Hace unos años, en una investigación para el Instituto de las Artes de Bogotá, documentamos la situación de los artistas mayores de 62 años dedicados a la música. Con 10 ejemplos contamos cómo la vejez llega con la carga de lo que fue su vida laboral: cotizaciones casi inexistentes al sistema de seguridad social, nula expectativa de pensión, jornadas de trabajo extenuantes de más de 12 horas y apenas unos pocos con redes familiares de apoyo.
En Colombia la precariedad parece hacerse costumbre. Lucas Ospina lo narra muy bien en su artículo “Gestión Cultural y Masoquismo”, donde describe cómo el aparato estatal que gestiona la cultura está basado en la precariedad. Y el sector privado, o independiente, no escapa a esta lógica. Para acceder a los recursos públicos, las organizaciones, colectivos y artistas tienen que acogerse a las nocivas condiciones que no permiten pagar gastos administrativos y/o de funcionamiento. Los llamados “independientes” se ven obligados a gestionar recursos de múltiples fuentes para sobrevivir; sus derechos laborales, salud, pensión, seguridad social, ni siquiera entran en consideración. La realidad es que, con lo poco que logran obtener, deben cubrir servicios básicos de sus espacios y responder a las exigencias tributarias del Estado, aun cuando hacer cultura sin ánimo de lucro se traduce, demasiadas veces, en hacer cultura con ánimo de pérdida.
El estado presiona, exige, pero es muy poco lo que da. Ni hablar del sector privado, que, contadas excepciones, le apuesta a la cultura, y cuando lo hace considera que cualquier peso es un aporte desmesurado.
En la tesis de maestría intentamos pensar por qué pasa esto, concluyendo que las sociedades no ven la labor artística y cultura como un trabajo. Lo consideramos un pasatiempo, un sector chévere que nos entretiene de vez en cuando, algo de lo que no se puede vivir. Una labor considerada menor frente a casi cualquier otra, salvo cuando forma parte de las industrias culturales más rentables, como el cine o la televisión.
Recientemente, se publicó quizá el más grande trabajo sobre condiciones laborales de artistas y gestores culturales que se haya hecho en Argentina: “Desigualdades ocupacionales en el trabajo artístico y cultural”. Sus conclusiones son claras: existe una precariedad estructural marcada por la intermitencia, la multiactividad y la informalidad; se mantienen profundas desigualdades de género; hay un escaso reconocimiento legal y laboral y la autogestión aparece como estrategia fundamental para sostener el sector.
No existen pruebas, pero tampoco dudas que en Colombia no estamos lejos de esa radiografía. ¿Realmente sabemos quiénes son los trabajadores de la cultura? ¿Cómo viven? ¿De qué viven? El pasado mes de mayo los ministerios de cultura y de trabajo lanzaron la Ruta de formalización laboral para trabajadores del arte y la cultura. Hay que esperar un tiempo para ver si la ruta tendrá un impacto real. Mientras tanto, lo que resulta innegable es la necesidad de producir más investigación y conocimiento, de avanzar en decisiones de política pública, de fortalecer organizaciones y agremiaciones del sector que se preocupen de estos temas, y, sobre todo, de avanzar hacia una sociedad que asuma que el arte y la cultura no son lujos accesorios, sino valores sociales y económicos cuyo ejercicio debe ser reconocido como un trabajo digno.