En noviembre de 1985 todos los demonios de la ira parecieron abatirse sobre Colombia: el 6, en una acción de extrema locura, el M19 se tomó violentamente el Palacio de Justicia. Allí trabajaban los integrantes de los más altos tribunales del país, y ese día la sala constitucional de la Corte Suprema de Justicia estudiaba la exequibilidad del Tratado de Extradición firmado hacía poco tiempo entre Colombia y Estados Unidos. Una semana después, el 13 de noviembre ocurrió la devastadora erupción del volcán Arenas del Nevado del Ruiz.
En ambos episodios las autoridades habían venido siendo alertadas: en cuanto al Palacio de Justicia hoy se sabe que había información confidencial que hablaba de una eventual acción terrorista contra el Capitolio o la sede de las altas cortes. Extrañamente días antes fue disminuida la seguridad del edificio y la vanguardia guerrillera, después de matar a dos vigilantes a la entrada, ingresaron sin mayor oposición.
El dr. Hernando Arango Monedero, a la sazón Representante a la Cámara por Caldas, ingeniero civil, había venido haciendo eco de las advertencias de organismos internacionales y expertos, entre ellas las del profesor de la Universidad Nacional de Colombia, también ingeniero caldense, Gonzalo Duque Escobar quienes, con datos científicos e históricos en la mano, alertaron sobre la inminencia de una erupción del volcán.
En uno y otro caso nadie oyó, y la tragedia se nos vino encima con un saldo de más de 100 muertos en el Palacio de Justicia y un poco más de 23 mil en Armero.
La toma del Palacio constituyó un hecho relevante en el discurrir sangriento de Colombia en las décadas del 80 y 90. La hizo el M19 con un objetivo claro: “hacerle un juicio político al presidente, Belisario Betancur, porque a su parecer estaba traicionando la voluntad nacional de forjar la paz”.
Lo que vino luego fue una historia de contradicciones, que aún no se terminan de aclarar: las verdaderas razones de la toma, el vacío de poder o golpe de estado de facto contra el presidente Betancur, el número de víctimas y sus victimarios, los desaparecidos y la forma cómo desaparecieron, y el papel de la Fuerza Pública que a sangre y fuego pretendió la retoma de la edificación sin que mediara, primero, la protección de la vida. La acción de tierra arrasada fue tan letal y repudiable como la misma toma guerrillera.
La erupción del Nevado del Ruiz arrasó con Armero, una floreciente población del norte de Tolima y golpeó con mucha fuerza los municipios de Villamaría y Chinchiná en Caldas. Los gobiernos nacional y territoriales no oyeron ni tomaron en cuenta las alertas. Un país tan vulnerable desde el punto de vista geológico no tenía los más elementales rudimentos de una política pública de gestión de riesgos.
La administración del desastre fue todavía peor. Muchas personas se ahogaron y se quemaron en el fango ardiente, quienes querían huir fueron atropellados por los carros que transitaban despavoridos sin saber a dónde ir, cientos de niños que se extraviaron para siempre y nunca recuperaron sus familias, y la peste del olvido que se apoderó de territorios, de víctimas y de victimarios.
Para no dejar morir la esperanza podemos decir que los efectos virtuosos de estas tragedias también los hubo: el proceso constituyente que se hizo inevitable 4 o 5 años después de la toma, y la construcción de un robusto sistema de alertas tempranas y de gestión de riesgos, hoy al servicio de todo el país y del mundo. Ayer no más nos enteramos por este periódico que ya estamos en alerta por la actividad del volcán Machín el cual, dicen los expertos, es el más peligroso de Colombia. Aprendimos en este caso la lección, o por lo menos, buena parte de ella.