Dos episodios esta semana encendieron de nuevo el debate público: las sentencias del Tribunal de la Justicia Especial para la Paz (JEP) en torno a las responsabilidades penales de los integrantes de la cúpula de las extintas Farc y de algunos altos mandos militares del Batallón la Popa, y las advertencias de la Procuraduría General de la Nación y la Corte Constitucional sobre el incumplimiento del Estado con los compromisos de la implementación del Acuerdo de Paz de 2016.
Los delitos cometidos con ocasión del conflicto armado fueron valorados judicialmente en el marco de la Justicia Transicional y no según las reglas de la justicia ordinaria. Es muy importante tener en cuenta esta diferencia, que no dicotomía, para apreciar con rigor su validez jurídica y su legitimidad constitucional. Lo que ha desatado de nuevo el debate es si la decisión de la JEP fue o no fue justa, fue o no fue proporcional, fue o no equilibrada.
Según el concepto más convencional, la justicia transicional es un conjunto de medidas que algunos países han utilizado para superar el estado de grave violación de derechos humanos, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad cometidos con ocasión de la ocurrencia de un conflicto armado. La adopción de la justicia transicional pretende sellar el conflicto y garantizar, la reparación para las víctimas, la justicia, la memoria y el no regreso a la guerra.
Su origen se remonta a las décadas de los 80 y 90 del siglo pasado y constituyó una herramienta eficaz para permitir la transición de regímenes autoritarios a sistemas democráticos en países de América Latina, Europa del Este y Suráfrica.
El experimento de la JEP es único en el mundo como también es único el largo y cíclico conflicto armado colombiano. Su funcionamiento no ha estado exento de críticas, muchas de ellas feroces por parte de quienes nunca han aceptado la manera como se llegó a la firma del Acuerdo de Paz del Teatro Colon. Aún desde los sectores de la exguerrilla se ha puesto en cuestión el funcionamiento del Tribunal. Ha tenido que soportar ataques desde todos los flancos que lo califican de lento, parcializado y costoso.
Lo que es irrefutable es que hemos tenido acceso, gracias a su trabajo, a una alta dosis de verdad. Se cuentan por miles los hallazgos de desaparecidos y sus relatos, como los de la Comisión de la Verdad, le han mostrado al país las más crueles expresiones de la barbarie. Si algo ha caracterizado el conflicto armado colombiano ha sido la impunidad. Desde la masacre de las bananeras pasando por la Violencia liberal-conservadora, todo ha sido impune y opaco. Nuestras guerras son sucesiones de venganzas porque la justicia nunca llegó. Y sin verdad, no habrá reparación, ni justicia, y en consecuencia tampoco garantía de no repetición.
Las penas que ha impuesto la JEP son restaurativas; si ellas no son ejecutables plenamente, la sensación de injusticia o de justicia blanda quedará en el ambiente, sobre todo entre las víctimas que también aspiran a la reparación.
La ejecución de las penas depende, al ser restaurativas, de la financiación de las actividades que involucran: obras con contenido restaurador-reparador, como búsqueda de desaparecidos y desminados en el caso de los firmantes de las Farc y un plan especial de memorialización para la costa Caribe, en el caso de los militares del Batallón La Popa.
Que los gobiernos de Duque y Petro ralentizaron la implementación del Acuerdo, es un hecho notorio. Pero ahora que median las dos primeras sentencias de la JEP, se hace imperativo que, en cumplimiento de categóricos mandatos constitucionales y legales, el gobierno en nombre del Estado que pactó la paz, transfiera los recursos necesarios a fin de materializar la ejecución de esas penas restaurativas; así lo solicitó esta semana la Procuraduría General de la Nación.
En un sentido similar la Corte Constitucional le fijó al gobierno un plazo hasta el 7 de octubre para que presente un plan que determine si la Unidad de Implementación, hoy en cabeza de Gloria Cuartas, debe ser fortalecida o modificada.
Que Colombia acabe con estos ciclos de violencia que se repiten de tiempo en tiempo, depende, o de la aplicación legítima del monopolio de la fuerza por parte del Estado, o de unas negociaciones que solo serán viables en la medida en que ese mismo Estado honre la palabra con las víctimas y con los firmantes de esos futuros eventuales acuerdos.