Las ciudades son organismos vivos, en movimiento permanente. Jamás terminamos de conocerlas del todo. Cada barrio guarda historias diferentes, con lugares nuevos que aparecen cada día y otros antiguos que sobreviven como tesoros. Sin embargo, hay algo que suele atravesar esas narrativas, la forma en que vivimos y percibimos la “pobreza”.

El análisis de la pobreza monetaria parece sencillo en teoría. Se suman los ingresos del hogar, se dividen entre sus integrantes y, si el resultado está por debajo de la línea de pobreza, ese hogar no tiene los recursos mínimos para adquirir la canasta básica de alimentos. En el 2024, en Manizales Área Metropolitana (A.M.), que incluye el área urbana de Villamaría, esa línea se ubicó en $525.083 por persona.

Si el ingreso es menor a ese monto, la persona es considerada pobre en términos monetarios. Para la pobreza extrema, la cifra es $217.228.

Estadísticas recientes muestran un panorama alentador. Desde el 2021 este indicador disminuye año tras año. Aunque todavía no alcanzamos los niveles previos a la pandemia, Manizales A.M. registró las tasas más bajas de pobreza monetaria y extrema entre las capitales del país. Es un logro importante, pero insuficiente si no se traduce en oportunidades reales para la población.

Porque más allá de los datos, la pobreza se vive y se siente de maneras muy distintas. En la última Encuesta de Percepción Ciudadana de Manizales Cómo Vamos, 18 de cada 100 personas dijeron sentirse pobres. Una respuesta que no depende de fórmulas económicas, sino de percepciones íntimas como el costo de la vida, la comparación con los vecinos o la sensación de privación. Curiosamente, en esa misma encuesta, el 73% aseguró que las cosas van por buen camino. Una paradoja que revela la complejidad de cómo pensamos la ciudad.

En el estudio "La pobreza en la región Atlántica colombiana. Una nueva dimensión para su análisis, a partir de encuestas de calidad de vida", se indagó en los determinantes que llevan a una persona a considerarse pobre, más allá de las cifras de ingresos. Entre los factores que influyen se encontraron la baja educación, haber vivido siempre en el mismo municipio o estar entre los 20 y 34 años sin haberse casado. Una muestra clara de que la pobreza no solo se mide, también se percibe.

Y es que en Manizales conviven varias realidades. Está la ciudad estadística, la que reflejan los indicadores. Está la ciudad vivida, donde cada persona experimenta la pobreza o la abundancia según sus ingresos y su entorno. Y está, también, la ciudad imaginada, esa que nunca existirá del todo, pero que proyectamos como objetivo. Es la ciudad de nuestros deseos, donde todos caben y nadie queda por fuera. Una ciudad que, aunque inalcanzable, nos impulsa a seguir cambiando.

Quizá ahí radique la clave. Entender que la pobreza no es solo un número ni una etiqueta, sino una vivencia que nos habla de desigualdades, de burbujas que aíslan a unos y condenan a otros. El reto es reconocer esa pluralidad de ciudades y trabajar, paso a paso, para acercarnos más a la que soñamos.