Con frecuencia en tiempos de canículas veraniegas como esta he llevado a algunos amigos amantes de la literatura y las artes de paso por la ciudad, a pasar la tarde en la calle del mercado africano en los sectores de la Gota de Oro, Chateau Rouge y Barbès, bullicioso epicentro de la vida subsahariana que facilita al amante de los viajes y los exotismos alejarse de otras realidades multiculturales del norte de la capital.
En la calle y el sector de marras de la Goutte D’or, suelo quedarme tardes enteras en El Titanic, un café y bar pequeño y muy popular, y ahí veo pasar a miles de africanos que cruzan el mercado clandestino de productos de contrabando o compran frutas, legumbres y carnes expuestas como si uno estuviera en alguna metrópoli de Senegal, Nigeria, Benin, Sudáfrica, Zimbabue o Costa de Marfil. Los comerciantes ilegales suelen jugar al gato y al ratón con la policía que pasa con frecuencia para dispersarlos, pero ellos regresan al poco tiempo con su alegre bullicio.
En su mayoría son mujeres africanas ataviadas con prendas supercoloridas, que llevan a sus hijos atados en la espalda. Los visitantes de la ciudad que solo están unos días especialmente en verano, suelen deambular por los sitios más conocidos y turísticos, no tienen tiempo para aventurarse a otros sitios de la capital como Barbès, Chateau Rouge, Stalingrad y el canal de l’Ourcq, u otros como Belleville y Ménilmontant y la parte trasera de Montmartre, que también gozan de mala fama.
En tales lugares suelen acampar hacinados decenas de miles de inmigrantes ilegales del sureste asiático, medio Oriente o África que llegan a la ciudad tras arriesgar la vida al cruzar el Mediterráneo en botes precarios, aventura en la que miles de personas mueren cada año.
En esos barrios viven indios, paquistaníes, bangladesíes o srilankeses, especializados en las difíciles faenas de cocinar en sótanos ardientes para los restaurantes de la ciudad y dedicarse además a la limpieza, guiados como son por la sabiduría y la resignación milenarias orientales.
Los chinos, que ya hace más de un siglo han conquistado espacios en la ciudad, tienen varias zonas como el Chinatown cerca de la Plaza de Italia y otros barrios céntricos donde, discretos y prudentes, poseen tiendas de distribución comunicadas por túneles subterráneos, además de que poco a poco se han apoderado de los viejos bistrots franceses, ahora manejados muy bien por las nuevas generaciones descendientes de los veteranos y pacientes abuelos chinos de hace tiempos.
Pero nada igual a esta fiesta de los africanos que alegra la vida en invierno y verano. Frente al Titanic hablan, discuten y gritan como en los barrios populares caribeños, latinoamericanos y del tercer mundo. Están en el rebusque permanente, venden baratijas, ofrecen los servicios de peluquería y promueven los restaurantes manejados por matronas donde se degusta a bajo precio la culinaria del gran continente, platos enormes y llenos de proteína cubiertos de abundantes salsas de cebolla y maní.
En El Titanic me siento como en la serie de novelas El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrel o en la Película Casablanca, gozando de la vida al otro lado del Mediterráneo con los aromas del magreb y el oeste africano, en medio de plátanos, yuca, mangos, sandías y cocos tropicales. Y mis amigos se asombran de que el trópico esté escondido en París a la vuelta de la esquina.