Los índices de cobertura escolar en todos los niveles del ciclo educativo, así como las cifras de deserción y sus causas, ocupan hoy buena parte de la atención nacional. No solo han convocado a diferentes actores de la cotidianidad escolar, sino también a expertos nacionales e internacionales que, con rigor metodológico y probada imparcialidad, han investigado el fenómeno.
Las cifras obviamente despiertan preocupación y encienden las alarmas: en 2023, más de 335.000 niños quedaron por fuera del sistema escolar, una tasa equivalente al 3,7 %, con un costo aproximado de tres billones de pesos. En el caso de la primera infancia, la cobertura apenas llega al 41 %, incluyendo a los niños atendidos en los programas de desarrollo infantil del ICBF. Si se retira de esta tasa a los menores de entre cero y tres años, la cobertura efectiva se reduce a cerca del 25 %.
Los estudios también han identificado las causas de la deserción, agrupándolas en cuatro categorías: individuales, familiares, institucionales y contextuales. La reflexión que quiero proponer en esta ocasión se centra en las dos últimas: las institucionales y las contextuales. No porque las dos primeras sean falsas o poco relevantes, sino porque las segundas suelen escapar de la voluntad de los actores de la escuela. Y es aquí donde, equívocadamente, hemos terminado “echándole la culpa a la vaca”, como dice popularmente el dicho.
Cuando hablamos de causas institucionales nos referimos a aquello que sucede dentro de la escuela: el lugar donde se materializa el derecho constitucional a la educación, ya sea en un jardín infantil, un colegio o la universidad. En cambio, las causas contextuales abarcan lo que se mueve alrededor de la escuela y que termina influyéndola: factores económicos, políticos, sociales y culturales.
En este último ámbito emergen las políticas públicas para el sector educativo, responsabilidad del Gobierno y del Congreso. Ambos actores cargan con un enorme compromiso frente a los índices de deserción y cobertura. Han invertido en diagnósticos, pagado estudios costosos para medir cifras y explorar causas; sin embargo, las intervenciones han sido mínimas, apenas el débil roce de un pigmeo frente al monstruoso tamaño del problema.
Una muestra cruda de ello es que el plan de estudios que regula la educación básica y media en Colombia tiene más de dos siglos de antigüedad, todavía con rasgos prusianos que hoy resultan anacrónicos. He ahí parte de la responsabilidad de una escuela anquilosada y vetusta, incapaz de entusiasmar siquiera a muchos de sus propios actores.
En el plano institucional, las responsabilidades no son menores. La escuela se ha marchitado en manos de sus propios maestros. El afán de algunos de ellos por defender sus derechos, el desconocimiento de la misión política de educar y la costumbre de atribuir al Gobierno el incumplimiento de sus obligaciones se han convertido en excusas para descuidar la tarea pedagógica. Entre la indiferencia de unos y las reclamaciones de otros, la escuela se agota y pierde atractivo para los niños y jóvenes que buscan ansiosamente conocimiento.
Gobierno y escuela parecen hoy enfrascados en un cruce interminable de reclamaciones, como si aún existiera esa escuela a la que asistíamos por obligación, sin saberse exactamente a qué íbamos. Y, sin embargo, al mirar alrededor descubrimos con tristeza que “solo quedan las viejas ruinas de aquella escuela de doña Inés”, evocando esa bella melodía de Garzón y Collazos.