Juan, un joven de 15 años que cursa grado noveno, fue remitido por la orientadora escolar tras ser diagnosticado con depresión severa, acompañada de autolesiones e ideaciones suicidas. En medio del diálogo que sostuvo con él, con el propósito de valorar su nivel de vulnerabilidad y el grado de acompañamiento familiar para definir la ruta a seguir, el rector se atrevió a preguntarle por las razones de su sufrimiento y las motivaciones de su conducta. Su respuesta fue tan breve como devastadora: “He vivido 15 años por culpa de otros; ya es justo que yo decida mi propia culpa”.
Este tipo de situaciones, lamentablemente, no son extrañas en la niñez y la juventud colombianas, y se hacen aún más visibles en los entornos escolares. La escuela, en últimas, es la caja de resonancia más clara y natural de lo que viven los jóvenes; allí expresan su auténtica naturaleza, sus angustias y temores.
Según estudios recientes, el 58% de los jóvenes ven películas para calmar su ansiedad; el 4,7% de la población sufre de depresión (unos 2.5 millones de personas); el 63% de los colombianos reconoce tener problemas con su salud mental, y el 44,7% de los niños padece dificultades en este ámbito. Podríamos seguir mencionando cifras e indicadores que aumentan la preocupación y la desesperanza, hasta concluir que la salud mental en Colombia ha adquirido características de emergencia sanitaria.
El panorama se agrava si consideramos las precarias condiciones del sistema de salud. En Colombia hay apenas 2 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, cuando la Organización Mundial de la Salud recomienda al menos 17. A esto se suman las limitaciones en tratamientos, la escasez de medicamentos, la falta de terapias de rehabilitación y, en general, las deficiencias en la atención médica efectiva.
Menos mal el Congreso de la República, al parecer, ha encontrado la “cura infalible” para todos estos males: la Ley 2503 de julio de 2025, que establece la cátedra de educación emocional en todos los colegios del país, desde el preescolar hasta la media. A falta de psiquiatras, clínicas, medicamentos y terapias, ahora el tratamiento más efectivo es una cátedra. Quedó pendiente la “posología”, pues la norma no establece cuántas horas a la semana, en qué horarios, ni si debe tomarse antes o después del recreo.
La verdad, este asunto me parece hasta ridículo, y no me sorprende. Ya hemos visto antes la creación de la cátedra del aborto, la de la paz, la del emprendimiento. Una y otra vez, la escuela termina convertida en la máquina recicladora de los grandes problemas nacionales.
Ahora, además, tendrá que ocuparse de devolverles a los colombianos el bienestar emocional que pierden a diario por causas estructurales de inequidad, problemas ante los cuales la escuela es inocente y, si me acosan un poco, una víctima más.
La escuela debe ser, por naturaleza, un espacio de tranquilidad y bienestar. He dicho siempre que el indicador más importante en la escuela es el de felicidad, que nunca se mide. La felicidad no es una clase más, tampoco una cátedra adicional; la felicidad es la escuela misma, el motor que anima los aprendizajes. La felicidad no tiene maestro, no tiene aula, no tiene horario; es la escuela cuando logra ser un lugar seguro, humano y esperanzador.