Muchas cosas suceden cuando se abre un aula sin edad. En ese gesto sencillo, pero profundamente revolucionario, se esconde la posibilidad de transformar a una región. Manizales lo acaba de comprobar con la primera cohorte de un experimento que ya no es experimento: la Universidad Intergeneracional de la Universidad de Caldas, un espacio donde la infancia y la vejez, la memoria y la novedad, se sientan en la misma mesa.
No exagero cuando digo que esto era urgente. La pirámide poblacional se invierte, la vida se alarga, y cada vez más ciudades descubren que el futuro no está en los jóvenes únicamente, sino en la capacidad de integrar a quienes acumularon décadas de experiencia. Sin embargo, solemos empujar a los mayores hacia los márgenes, como si ya no tuvieran nada que decir. El resultado: soledad, improductividad forzada, silencios que nos empobrecen a todos.
Por eso este proyecto es más que una serie de cursos. Es una declaración política y cultural: aquí nadie sobra. Aquí los años no se convierten en condena, sino en oportunidad. Nubia esperó 49 años para regresar a un salón de clase. Otros recibieron su primer diploma en la vida. En medio de clases, alguien decía: “En el atardecer de la vida me acordé de que todavía podía disfrutar” o “loro viejo sí aprendía a hablar”. Esas frases son diagnósticos sociales: el tiempo no apaga las ganas, lo que apaga es el olvido.
Lo vivido en estas aulas se pueden asemejar a un campo de luciérnagas. Cada estudiante encendió una luz pequeña, única, frágil. Y juntas, esas luces se transformaron en un resplandor capaz de mostrarle a la ciudad un camino distinto. Un camino donde aprender no es un privilegio de juventud, sino un derecho vitalicio.
La Universidad de Caldas, con esta apuesta, desbloqueó nuestra imaginación colectiva. Si fue capaz de abrir sus puertas para que niños de 9 años y adultos de 86 compartieran pupitre, ¿qué otras fronteras podremos cruzar como sociedad? Este paso era inevitable y, al mismo tiempo, impensable. Inevitable porque la región necesitaba reaccionar al reto demográfico con creatividad. Impensable porque pocas veces nos atrevemos a imaginar que se puede educar a todas las edades en un mismo espacio.
La lección es clara: el desarrollo regional no se mide únicamente en indicadores económicos y duros, también en la manera como tejemos comunidad entre generaciones. Cuando la educación se convierte en antídoto contra la soledad, cuando el conocimiento devuelve dignidad y propósito, entonces estamos construyendo futuro en serio.
Necesitábamos este gesto, y lo necesitábamos ya. Porque esta no es la historia de 250 estudiantes; es la historia de una universidad pública que se atrevió a encender velas en medio del atardecer. Hoy tenemos más que diplomas: tenemos un recordatorio poderoso de que soñar, aprender y vivir son verbos que no aceptan jubilación.