La película Una dulce revolución (Estados Unidos, 1960), retrata la lucha contra la desigualdad de género y el racismo estructural. Un grupo de mujeres se moviliza para exigir sus derechos ante un Congreso dominado por hombres, logrando que la Ley de Derechos Civiles de 1964 incluyera la protección contra la discriminación por sexo.
No fue nada fácil porque el debate de Martin Luther King se centraba en los derechos de los hombres afroamericanos, por lo que la inclusión de las mujeres resultó una batalla paralela, estratégica y silenciosa. La historiadora estadounidense, Cynthia Harrison (1988) sostiene que “la incorporación de la palabra ‘sexo’ en el Título VII fue resultado de alianzas improbables y de la persistencia de mujeres que entendieron que su momento era ahora o nunca”. Esa unidad tejida en silencio quebró el statu quo y abrió un camino que, aún hoy, sigue siendo ejemplo de la importancia de las alianzas estratégicas para transformar leyes y cultura que se reconoce en la actualidad bajo el concepto de sororidad.
La sororidad según la antropóloga mexicana Marcela Lagarde (2021) es un pacto éticopolítico entre mujeres que se reconocen iguales, compañeras y aliadas. Implica hermandad, complicidad y solidaridad para construir una agenda común que supere divisiones y fomente el apoyo mutuo. La reunión de mujeres para pensar el mundo, entenderlo, criticarlo y actuar lleva más de dos siglos, tejiendo redes. En los años 60 se vivían acciones traducidas en solidaridad, colaboración y unidad para abrir caminos de igualdad. Señala la filósofa estadounidense, Ángela Davis (1981) que “no podemos separar la lucha por la liberación de las mujeres de la lucha contra todas las formas de opresión”.
En Colombia, los movimientos feministas han logrado avances institucionales significativos, la creación del Ministerio de Igualdad y Equidad (2023), la implementación del Centro de Monitoreo Salvia, y la definición de la Política Nacional de Cuidado (Conpes 2025) como parte de una estrategia integral de justicia social. No obstante, la fragmentación del movimiento social femenino -acentuada por la polarización política- limita su capacidad de acción.
Hoy, las cifras en Colombia exigen recuperar esa capacidad de alianza. Hasta junio del 2024, el Instituto Nacional de Salud registró 66.621 casos de violencia de género, de los cuales el 75,6% fueron contra mujeres. Bogotá alcanzó el porcentaje más alto en la historia de casos de violencia intrafamiliar; 63.528 en seis meses, casi 18 agresiones por hora. En la mayoría de los casos el agresor es parte del núcleo familiar.
Esta semana, en la XVI Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe, organizada por Cepal, ONU Mujeres y el Gobierno de México se renovaron esperanzas al reafirmar la Agenda Regional de Género, inspirada en las demandas del movimiento de mujeres y feministas. El Compromiso de Buenos Aires (2022) impulsa medidas que van más allá del PIB, con sistemas tributarios equitativos, inversión pública sostenible, licencias parentales igualitarias y masculinidades corresponsables y no violentas.
El mensaje es claro, las alianzas, más que un ideal, son una necesidad histórica y política.
Recuperar la sororidad -esa fuerza que en el pasado abrió caminos de igualdad- podría ser hoy la estrategia más poderosa para enfrentar la violencia, la exclusión y la fragmentación social. Una dulce revolución nos enseña que hay momentos que son ahora o nunca.