En la vida pública actual, el insulto y la descalificación han reemplazado a la argumentación. En redes sociales y medios de comunicación predomina un lenguaje grosero que convierte las diferencias en enemistades irreconciliables. Como afirma el politólogo estadounidense Larry Diamond (2015), en tiempos de “recesión democrática” el deterioro del diálogo ciudadano refleja un problema cultural global, pues la calidad del lenguaje resulta decisiva para sostener o debilitar la democracia. Jürgen Habermas (1991) recuerda que la esfera pública es el espacio donde los ciudadanos deliberan en condiciones de igualdad sobre asuntos comunes. Para cumplir su función, precisa de la racionalidad, respeto y apertura a la diferencia; sin ellos, se degrada en ruido, manipulación o propaganda. Dicho de otro modo, sin diálogo respetuoso no hay democracia que resista.
En Colombia, la esfera pública parece cada vez más distante de este ideal. Las interacciones en redes sociales, dominadas por la polarización, se han convertido en un escenario donde la agresión verbal sustituye al argumento; el insulto, la ironía hiriente y la descalificación personal se han vuelto prácticas comunes. Es una lógica que no solo banaliza la deliberación democrática, sino que alimenta lo que Pierre Bourdieu (1991) denominó violencia simbólica, es decir, formas de dominación que se ejercen a través del lenguaje y que configuran la manera en que los individuos se perciben a sí mismos y a los demás. En este sentido, las palabras no son inocentes porque pueden reproducir exclusiones y fracturas sociales. Aquí resulta pertinente recordar a Chantal Mouffe (1999), quien sostiene que el conflicto es inherente a la política, pero lo importante, no es eliminarlo, sino transformarlo en un agonismo que consiste en una disputa entre adversarios para que se reconocen mutuamente, y no en un antagonismo entre enemigos a destruir.
En ese contexto, el periodista económico británico Martin Wolf (2023), en su libro La crisis del capitalismo democrático, sostiene que este modelo enfrenta tensiones derivadas de la desigualdad, la pérdida de confianza en las élites, el ascenso del populismo y la erosión de la verdad. A su juicio, el equilibrio entre economía de mercado y democracia liberal se ha roto, pues sin confianza en la verdad, “se evapora la posibilidad de un debate instruido y racional entre los ciudadanos, fundamento mismo de la democracia”.
En la política de la posverdad, el insulto reemplaza la necesidad de argumentar, logra apoyos inmediatos y ocurre tanto en las democracias de Europa del Este como en los populismos de Occidente, donde el adversario deja de ser un contrincante legítimo y pasa a ser tratado como un enemigo a excluir. La filósofa feminista Nancy Fraser (1990) plantea el concepto de esferas públicas subalternas, entendidas como espacios alternativos donde los grupos históricamente marginados elaboran sus propios discursos y demandas. Esta perspectiva resulta indispensable para reconocer las voces de comunidades afrodescendientes, indígenas, mujeres y jóvenes, que han creado escenarios de deliberación frente a una esfera pública oficial que con frecuencia los invisibiliza. Sin embargo, existe el riesgo de que dichos espacios también se vean atravesados por las mismas lógicas de agresión y deslegitimación que dominan el debate público.
Finalmente, la democracia no se sostiene en la cortesía superficial, sino en una cultura del respeto que permita tramitar los conflictos en reconocimiento mutuo. En tiempos de populismo, desigualdad y desinformación, defender el diálogo es defender la democracia misma. Solo un lenguaje digno y una escucha activa pueden evitar la polarización extrema y garantizar la convivencia en la diferencia.