Martha C. Nussbaum (2017), afirma que“[…] las constituciones son documentos ideales en el sentido de que contrastan con la implementación real que se hace de los mismos, que no siempre es perfecta, pero también en el sentido de que suelen encarnar las aspiraciones más profundas de una nación”. De ahí que la salud de una democracia dependa no solo de la letra de la ley, sino de una cultura política activa que mantenga vivos estos ideales mediante una ciudadanía informada y comprometida, capaz de cultivar emociones públicas orientadas al bien común y de exigir que los derechos no solo se proclamen, sino que se garanticen en la vida cotidiana.
En este sentido, el fortalecimiento de la democracia depende tanto de instituciones robustas y actores sociales en su condición de sujetos políticos que conozcan y ejerzan los mecanismos de control político, participen en los debates públicos y defiendan la legalidad frente a cualquier forma de arbitrariedad. Los derechos y las leyes no deben convertirse en símbolos vacíos, sino mantenerse como garantías efectivas para proteger la igualdad y la justicia. Solo así se evita que el poder se convierta en botín de unos pocos.
Sin embargo, como indicó Antonio Gramsci, la democracia en América Latina se debate entre monstruos viejos y nuevos, idea que retoma Boaventura de Sousa Santos (2017) para diagnosticar que vivimos una “crisis sin crisis”; un caos que se disfraza de orden y se manifiesta como crisis económica, ecológica, política y ética. Esta amenaza no proviene únicamente de autoritarismos de derecha, sino también de ciertas izquierdas que, aun prometiendo renovación, han reproducido lógicas de corrupción y concentración de poder.
Siguiendo a Sousa Santos, cuando la institucionalidad se debilita, el vacío es ocupado por redes de poder informal que alimentan la violencia y la impunidad. Jürgen Habermas (1998) advierte que asistimos a la captura de la razón liberadora por la codicia y la tecnocracia, y a democracias reducidas a marketing electoral y encuestas, vaciadas de ética y de sentido comunitario. En Colombia, esta convivencia entre poder institucional y poderes paralelos -armados, corruptos o ligados al narcotráfico- sigue siendo un drama persistente que revela la fragilidad de la legalidad pactada.
Por eso, solo la articulación de una ciudadanía activa, un Estado democrático y una economía ética constituye la base para construir una sociedad mejor y garantizar, ante todo, la defensa del interés público (Adela Cortina, 2007).
Frente a esta descomposición, el desafío -como bien propone Nussbaum- es reconciliar lo ideal y lo real: convertir los derechos y las constituciones en instrumentos viables para la protección y ampliación de libertades. No obstante, conviene aclarar que el problema no radica tanto en la solidez jurídica -pues nuestras constituciones suelen ser avanzadas- sino en una administración pública frágil, capturada a menudo por intereses clientelistas y funcionarios sin compromiso ético.
Por eso, cabe preguntarse: ¿Para qué sirve una buena Constitución si la práctica institucional se desdibuja por la corrupción y la ineficacia? Antes de reformar normas, necesitamos fortalecer la cultura política, profesionalizar la función pública y consolidar la confianza ciudadana en sus instituciones. Al fin y al cabo, la Constitución es un ideal que se constituye en la muralla más firme contra la arbitrariedad, siempre que la sociedad la defienda y exija su cumplimiento.