Hay una casa que encierra los mejores recuerdos de mi niñez, ya sólo existe en mi maginación que la rememora; era una casa de corredores inmensos, rodeados de chambranas, ventanas y puertas rojas y paredes blancas. Mi mamá amaba las flores, entonces la casa estaba rodeada de jardines, recuerdo las amapolas, las veraneras, los árboles de guayacán rosado, que en cierta temporada regaban el prado con sus flores.
Mi abuelo Miguel Ángel había sembrado un almendro y yo esperaba con ansias que diera sus frutos. También recuerdo el naranjo que estaba frente a la casa, rodeado por una banca de cemento. Después la piscina, que era grande y profunda, donde aprendimos a nadar todos los hermanos. Mi mamá nunca quiso nadar allí, le daba miedo, nunca supe por qué y, ahora que ya no está, me gustaría preguntarle la causa de su recelo.
La casa era sencilla, pero muy hermosa, algunas de las habitaciones se conectaban entre sí por puertas internas, otras eran independientes, al final de la casa mi papá hizo construir un bar, con una barra y paredes decoradas con afiches de la Feria de Manizales, yo estaba aún muy pequeña, pero recuerdo que mi papá preparaba kumis y lo dejaba fermentar en una de las alacenas del bar. A un costado de la casa había una piscina pequeña y luego un kiosco, allí jugábamos y hacíamos comitivas con los niños vecinos, quienes nos visitaban a diario.
La casa estaba rodeada por cafetales, todos en una loma que bajaba hasta el río, nosotros organizábamos largas caminatas para explorar esos senderos y coger alguna fruta de los árboles que tenía la finca.
Pero había un lugar que a mí me fascinaba, era una morera situada al otro lado de un potrero, yo caminaba hasta allí buscando las frutas que me encantaba cosechar. Teníamos un vecino que cultivaba caña de azúcar; ir hasta su cultivo para que nos pelara una caña y poder masticar esas fibras, para extraer su dulzor era toda una experiencia.
Como la tierra es tan falduda, la casa estaba ubicada sobre unos pilares, la parte de adelante quedaba a nivel del suelo, pero hacia atrás parecía flotar en el aire, la vista era magnífica.
La finca todavía existe, se llama La Chinca, pero de la casa ya no queda ningún rastro. Ahora hay unas casas muy bonitas y lujosas, que evocan la arquitectura típica de nuestra región, también hay un par de glamping que permiten disfrutar esa sensación de estar frente a un abismo, sin que nada interrumpa la inmensidad del paisaje.
La finca de la infancia ahora es un hotel con restaurante gourmet y recorridos por los cafetales, para que los extranjeros sepan lo que es vivir la experiencia cafetera. Yo siento mucha nostalgia cuando voy a ese lugar, pues todavía busco los recuerdos de mi niñez, pero ya no los encuentro. La algarabía que hacíamos los nueve hermanos, más todos los amigos que invitábamos, ahora se ha reemplazado por un silencio protocolario para no importunar a los huéspedes.
Claro que me alegra que muchas personas puedan disfrutar de un paisaje tan bonito, de un lugar donde hay arte, pues tiene varios murales de Néstor Gómez, quien ganó este año el premio al mejor mural del mundo, por una obra que realizó en Pereira. Si se anima a conocer, lo invito para que busque Atardeceres del Café hotel & Glamping, un lugar con mucho encanto y, para mí, con mucha historia.