De izquierda a derecha: Samuel Loaiza, Pablo Rolando, Santiago García y Tomás Rubio en el lanzamiento del libro Sirvan la cicuta, crucifiquen al autómata en Manizales 

​Foto | Cortesía para LA PATRIA |  De izquierda a derecha: Samuel Loaiza, Pablo Rolando, Santiago García y Tomás Rubio en el lanzamiento del libro Sirvan la cicuta, crucifiquen al autómata en Manizales 

 

El librero de Libélula Libros de Manizales, Tomás David Rubio, inauguró el lanzamiento del libro Sirvan la cicuta, crucifiquen al autómata del docente y escritor Pablo R. Arango en JSB el miércoles 16 de julio. 

Minutos antes de que el autor de Grandes borrachos colombianos conversará con los estudiantes de filosofía Samuel Loaiza y Santiago García, Rubio leyó en voz alta sus reflexiones sobre la última obra del caldense. 

Un libro que, en palabras de Arango, intenta invitar a la gente a acercarse a la filosofía a través de tres figuras: Platón, San Agustín y Descartes.  “Que tienen en común que terminaron filosofando porque la vida, de alguna manera, los obligó”. 

 

Estas son la palabras del librero, replicadas por LA PATRIA

“Si quisiéramos imaginar un momento para la aparición del personaje de Pablo, hay uno que se me ocurre anotar: ese en el que, muchacho, descubrió los problemas que causan asombro, en el que la filosofía, la curiosidad o como le queramos llamar a esa pasión por saber y averiguar cosas, se reveló y arrasó con una fuerza que hasta hoy nos tiene aquí. 

Tratar, de frente o de oídas, a Pablo es darse cuenta rápidamente de una obra en infinito transcurso, generosa y por momentos frenética. Me refiero a su conversación que, como pedazos, se le van quedando a uno: el diálogo como centro

Charlar, alargar el encuentro, demorar la salida, reírse e intuir una solución que no interesa mucho alcanzar, son escenas que muchos hemos recorrido a su lado, y siempre con el pasmo que causa la sensación de que, para él, pensar era una actividad que no costaba mucho esfuerzo, y que además podía contagiarse sin oscuridades profesionales o códigos de iniciado. 

Esta es la primera dificultad que sospecho en Sirvan la cicuta, crucifiquen al autómata: el paso que implicó rutina, ejercicio, tiempo y más tiempo, de trasladar la riqueza fugaz de la oralidad al cerco firme de la escritura. 

Para Pablo, como para Macedonio Fernández, ese otro gran artista de la charla, la publicación es menos importante que la literatura y, acaso, nada es más importante que el pensamiento. 

Por eso Pablo suele derrocharse con uno, porque es imposible, y esto nos lo enseña hablando sobre la justicia y Sócrates en el primer retrato del libro, hacer filosofía en soledad, porque sólo dialogando con otras personas, esa entrega mutua, puede llegarse a la verdad. 

Sirvan la cicuta, crucifiquen al autómata (con ese título como de haikú algo chueco, como de trío de espadazos bien dados, como de logro impecable de síntesis) es un libro que transmite distintos respaldos: el de la amistad revisora, el de la solidaridad entre colegas, el de la sorpresa constante de los estudiantes. Pablo, en estas páginas, y que no quepa duda, está con muchos.

Que un libro de filosofía, así quiera disfrazarse con la capa de la divulgación, nos reúna a tantos hoy aquí, dice mucho de su autor y de los afectos que despierta. 

Refiriéndose alguna vez a Francis Scott Fitzgerald, otro autor susceptible a las fiestas de la época, E. L. Doctorow dice algo que me hace pensar mucho en Pablo, y en ese magnetismo conmovedor que provoca: que es un hombre sin armadura, una persona que va directo al corazón absurdo de todo. Y de esto, seguro con algún castigo, sólo puede desprenderse la honestidad. 

Pablo ante todo ha escrito un libro honesto, preocupado, hasta el límite, por la claridad de los argumentos que va presentando; un libro extensivo, de una reconstrucción argumental paciente y apasionada, que busca zafarse siempre del lugar común y desmontar lo obvio, lo chocho, lo embrutecido, lo superficial, lo menguado. 

Pocos como Pablo se han dedicado con tanta minucia a detectar la estupidez, a denunciar la estrechez y el error dañino, corrupto, así ese impulso lo deje en la esquina despoblada del que molesta. 

Tal vez por eso Sócrates es uno de los protagonistas más entrañables del libro, con su enseñanza brutal de que es preferible ser víctima de la injusticia a ser injusto. 

Sirvan la cicuta, crucifiquen al autómata es también un dardo contra la discusión inofensiva de nuestra academia, esa burbuja.
 

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Un aspecto sin duda más feliz es notar cómo la literatura influye en este libro. No es un secreto que Pablo es un lector voraz, y tampoco es difícil asumir que para esta investigación tuvo que recorrer miles de páginas de y sobre los tres filósofos escogidos. Pero no es esto lo que me interesa aquí, sino hacer notable esa gran poesía simple que logra Pablo con su estilo. 

Antonio Caballero decía con acritud una verdad que puede chocar en estos tiempos decoloniales: que los latinoamericanos somos más sensibles al ruido que al sentido, refiriéndose a la escasez de pensamiento filosófico en nuestro continente. 

Más allá de entrar a calificar su juicio, lo que me parece interesante es resaltar esa preferencia nuestra por el oído, la voz, las olvidadas sintaxis; la gran literatura latinoamericana, casi siempre, es una música llena de rigor. Algo de esto, mucho, hay en el libro de Pablo: 

Aparece, obvio, el estilo de los diálogos platónicos, pero también el runrún de Cervantes, Faulkner y el Antiguo Testamento, los brillos del Manual del distraído de Alejandro Rossi y las estructuras de la novela negra y el centón chino, la frescura de John Gray y los caprichos narrativos de Julian Barnes. 

Aparece, como la música que nos gusta repetir, García Márquez y Borges. Muchas veces Borges. 

En una página de sus diálogos grabados, Borges recuerda una idea genial de Stevenson: que la prosa es la forma más difícil de la poesía. 

Y se basa para decir esto en que hubo y hay literaturas que, encontrando siempre la rima o el metro en verso en algún momento de su historia, nunca alcanzaron el escalón de la prosa. 

Siempre hay poesía, pero no siempre prosa. “La prosa vendría a ser una forma tardía y compleja de la poesía”, dice. 

La vuelta de tuerca es extraordinaria y nos manda a revisar la semántica de lo común y lo sensible. 

Así, la prosa “tiene que inventar continuamente variaciones, y estas tienen que ser a la vez inesperadas y gratas”, remata Borges. Esa es la apuesta de Pablo, y por eso su libro es también un compromiso con el estilo, con el oído, con esta combinación imprevisible de palabras y uno que otro dicterio. 

Muchas cosas se quedan por fuera, pero no quiero dejar de mencionar una idea que repica durante todo el libro: la de que maduramos como personas a través del error, de que vivimos a través de los errores, de que el error es aproximación. 

La filosofía es el arte de aprovechar el error, nos dice Pablo, y su Sirvan la cicuta, crucifiquen al autómata es una afortunada prueba de que muy raras veces en la vida podemos sentir que el tiempo es algo con lo que podemos reconciliarnos, de que cuando se disfraza de disciplina, la verdadera bondad aparece y puede caber entre las tapas de un libro”.


Tomás David Rubio
Libélula Libros


 


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