Descubrir que un hijo miente, ya sea con algo tan inofensivo como la galleta que “se cayó sola” o con un relato digno de novela policiaca sobre quién derramó el jugo en la alfombra, nunca es sencillo. La reacción oscila entre una sonrisa de complicidad y un suspiro de preocupación. “¿Será esto una señal de alerta?”, se pregunta uno. Sin embargo, esas pequeñas invenciones no son tanto un defecto como una prueba de que el niño está aprendiendo a navegar las aguas —a veces turbias— de la vida social.

Para inventar una historia convincente, un niño necesita entender que los demás piensan distinto, prever sus reacciones y sostener un hilo narrativo sin que se le deshaga entre los dedos. Es un ejercicio avanzado de creatividad, estrategia y empatía. No se trata de aplaudir la mentira como valor, pero sí de reconocer que su mera existencia nos habla de un cerebro practicando habilidades esenciales para la adultez.

Y conviene recordar que los padres tampoco son espectadores inocentes. También cuentan sus propias historias: las clásicas amenazas imaginarias para que se coma la verdura, y las dulces ficciones sobre personajes mágicos que visitan en la noche. Son “mentiras piadosas” que los niños aprenden tanto por imitación como por instrucción. Si ven que una mentira puede suavizar conflictos o conseguir resultados, tarde o temprano querrán probar la técnica.

El problema no es que lo intenten, sino que no aprendan a distinguir cuándo y por qué conviene elegir la verdad. A veces mienten para evitar un castigo, otras para proteger a un amigo, y otras simplemente para probar hasta dónde llega su imaginación. El reto para los padres no está en “atrapar” la mentira, sino en entender qué la provocó y qué se puede enseñar a partir de ella.

Imagine que su hijo inventa una historia para explicar por qué no hizo la tarea. Puede desplegar el repertorio habitual de castigos y sermones… o sentarse a explorar qué le llevó a mentir. Tal vez estaba agobiado, tal vez no entendió la consigna, tal vez quería evitar decepcionarle. La mentira, en este caso, es la punta visible de algo más profundo: la oportunidad de hablar sobre pedir ayuda, asumir responsabilidades y comprender la importancia de la confianza.

Incluso las mentiras “bondadosas”, esas que dicen para no herir sentimientos —“me encanta tu sopa”, aunque sepan que sabe a alquitrán—, abren la puerta a conversaciones valiosas sobre empatía, diplomacia y la delgada línea entre ser honesto y ser cruel. No podemos ofrecerles un mundo libre de mentiras, pero sí un entorno donde comprendan sus consecuencias, aprendan a valorar la verdad y sepan que, al final, decirla es la manera más sólida de construir confianza.

Así que la próxima vez que un niño intente convencerle de que no fue él quien vació el frasco de galletas, usted puede verlo como un fracaso moral… o como un ensayo creativo. En ambos casos, decidirá si quedarse con el enfado o con la oportunidad. Después de todo, educar no es evitar tropiezos, sino enseñarles a caminar con los ojos abiertos, incluso cuando, de vez en cuando, se inventen el paisaje.