Durante años se repitió la frase “la cultura se está muriendo”, como si la falta de presupuesto y la pérdida de espacios fueran signos de una ciudad culturalmente derrotada. Pero la cultura no muere sola: la mata la indiferencia. Y aún así, incluso en medio de esa indiferencia, hay ciudades que insisten en crear.
Manizales -y su área metropolitana, incluyendo Villamaría- es una de ellas.
Paradójicamente, mientras el Museo de Arte atraviesa una etapa sin convocar, sin inspirar y sin generar pensamiento, la región vive el fenómeno opuesto: una revolución cultural silenciosa que nace desde los barrios. Cuando la institucionalidad se estanca, la cultura no desaparece: cambia de lugar.
La verdadera investigación estética de Manizales hoy no está en vitrinas ni en salones blancos, sino donde siempre estuvo el pulso de la ciudad:
En Bajo Andes, donde los proyectos de David transforman la montaña en laboratorio creativo.
En Villamaría, donde Lacaria y Techai prueban que la periferia también produce vanguardia, narrativa y estética.
En San José, donde Manuel reconstruye memoria en uno de los barrios más golpeados por la historia urbana.
En Gallinazo, donde Valentina convierte territorio invisible en territorio simbólico.
Y en Milán, donde Camila y Yisell trabajan desde el tejido barrial, mostrando que la cultura no necesita permiso: necesita calle, comunidad, proceso y convicción; entre muchos ejemplos que no alcanzan las líneas para enumerar.
No son excepciones aisladas, son síntomas de un movimiento. Aquí la cultura no se administra, se hace.
Ante la falta de apoyo real, nació una reacción ciudadana: no esperar a festivales oficiales, ni a presupuestos que no llegan, ni a convocatorias que nunca alcanzan. La anticultura es esa respuesta, la cultura como acto de resistencia colectiva.
Mientras barrios enteros producen arte con nada más que voluntad, la ciudad está llena de edificios culturales abandonados, anunciados por administraciones pasadas como bibliotecas, museos, salas de formación, centros de creación. Todos prometidos. Ninguno entregado. Son la arquitectura vacía del discurso institucional: render sin comunidad, presupuesto sin ejecución, fachada sin contenido.
Y, sin embargo, en los barrios ocurre lo contrario, hay contenido sin fachada. La cultura que se prometió en ladrillo está ocurriendo en la calle. Lo que pasa en Manizales no es folclor ni decoración. Es investigación estética, laboratorio social, exploración visual y pensamiento crítico. No imitamos la cultura internacional, estamos produciendo una nueva. Y eso duele a quienes creen que la cultura necesita permiso, curaduría, edificio o corbata.
Si la cultura institucional no funciona, la cultura ciudadana no va a pedir permiso para existir. Ya no hay museo que convoque, pero hay ciudad que produce. Las administraciones pasadas dejaron edificios vacíos; los barrios dejaron calles llenas de significado. Porque la cultura no desaparece cuando no se financia: desaparece cuando nadie la defiende. Y aquí, en Manizales, hay una ciudad entera defendiéndola desde el barrio.