Soy un simple aficionado a la música clásica. Para mí, su plebeyo diletante, con ella regreso al paraíso de los primeros días. Hipnótica, furtiva, encantada, cautivadora caminante, la música nos invade -hilo de oro sutil en nuestro interior- y nos convierte en armonía. Revelación de lo invisible, mensajera de los dioses; con la música, según Cicerón, viajamos hacia ellos. Si el universo es una sucesión de misterios, este es el misterio que más misteriosamente obra sobre mí.

Mi admiración para con sus compositores. ¿Qué llevaban ellos en sus corazones, sus cerebros y su sangre, para manejar exquisitamente las vibraciones de la materia, y volverlas armoniosas y bellas? Organizar ruidos y enviar sus ondas, sus sonidos, acompasados, hacia los cerebros y los corazones de otros, nosotros, sus hechizados escuchas.

De Mozart se dice que previamente veía la composición, una sinfonía, por ejemplo, como un todo. Y que, con tranquilidad de amanuense bendecido, la iba traduciendo al papel, punto por punto, hasta su final ya representado. Alegre y resplandeciente interior su mundo de luz, como un poeta viendo todos los versos del poema, Mozart, sonido a sonido ya conocidos, consagrando esa su iluminación en la partitura.

Beethoven, diferente, trabajaba no dominando el paso siguiente, pero con la fuerza de la inspiración -esa ceremonia de luz en el corazón-, construía, hilaba sonidos mientras armonizaba aquello que su musa cósmica le iba dictando. Thomas Mann elogia: “Cada nota, un acto de voluntad”. En tantas de sus composiciones un combate por la esperanza, conforme su pentagrama “lleno de furia y de melancolía, /en donde la muerte se asoma. /Pero, para nuestro consuelo, / allí las rosas florecen entre fábulas”.

Bach, matemático de la música, combinaba en su cerebro el cómputo con los sonidos. Celestial ajedrecista de la armonía, arquitecto de los ecos de las estrellas danzantes, fiel organizador de los signos de ellas, traduciendo aquí sus altos susurros. Para Leopold Stokowski “Bach no escribía música, construía catedrales sonoras”. Melómanos opinan que su “Pasión según san Mateo”-esa meditación del alma-, es la obra cimera de la música clásica.

Sin embargo, estos tres amables monstruos de la belleza debieron inclinarse ante un universo juguetón, que enaltece -con sonrisa y complacido- a ciertos humildes. El violín, el instrumento cumbre de cuerdas, el concertino, el siguiente en importancia después del director de la orquesta; el violín, del cual se valieron estos tres arquetípicos maestros; pero, el violín, sus cuerdas se configuran (óiganlo bien) de modestas tripas de oveja, y su arco lleva cerdas de la cola del caballo, preferiblemente de tierra fría y color blanco.

Universo juguetón, repito, por el lugar en donde se situaban y las labores que cumplían -la tripa o intestino, se sabe, y la cola del caballo, espantar tábanos-, insólito eso que serán después ellas los vivificados artilugios para la bella expresión de lo sublime de esos sublimes compositores.

Tímidas tripa y cerda, mágicas en violín, cuerdas con voz de mujer nostálgica evocando, con dulzura lírica de maderas suspirando, con suave llamado de doncella desmayando, de doncella requebrando una pálida ilusión.

Y…, y… “tan bello como estar enamorado y oír violines en la lejanía”. (¿Eduardo Carranza?).

***

(Esta columna, motivo viaje, dejará de salir hasta julio 26).