El 23 de julio de 1939, previo a la Segunda Guerra Mundial, Gandhi dirigió carta a Hitler suplicándole detener la inminente hecatombe. No obtuvo respuesta. ¡Qué mundo tan engañoso y bipolar este, en donde coinciden, en el tiempo, tan alta humanidad y humildad con tan alta maldad!
Lo anterior plantea asunto difícil en filosofía: el problema del mal. San Agustín concluyó que no fue creado desde arriba, sino que obedece a nuestro libre albedrío. Samanta Schweblin, en su rara novela “Distancia de rescate”, pregunta “¿gusanos en el cuerpo? ¿De tierra? No, otro tipo de gusanos”. Especiales, estos, tóxicos, los debió llevar Hitler en su conciencia.
Esa posición de Agustín se refiere a la causa como origen, pero, tratándose de la causa final, es decir al objetivo del mal, a su sentido, para qué existe, reflexionó Agustín: Dios lo permite “para obtener bien del mismo mal”. Raro, en principio.
En este sentido avanzo. Si el mal es sufrimiento, lo equiparo al dolor, pues ambos cumplen varios propósitos. Son síntomas de que algo debe corregirse; alarmas que nos humanizan, nos crean la conciencia de nuestra fragilidad y la necesidad del cuidado. Los dos nos obligan a percibir lo que antes nos dejaba indiferentes; invocan solidaridad; generan sensibilidades dormidas. La advertencia de Kierkegaard: “pon tus ojos en Job, aunque te horrorice”.
En la línea de Agustín, continuo. Si a esta vida vinimos a aprender, el mal cumple su pedagogía.
Jesús y sus mártires generaron un cambio ético trascendental. La bomba atómica sobre Hiroshima modificó toda una concepción milenaria sobre la guerra. El holocausto, 6 millones de judíos sacrificados, indicó que los humanos podemos proceder con suma asesina inhumanidad.
Pero fueron víctimas que sirvieron a terceros, que aprendieron. Entonces, ¿cómo justificar el daño a los inocentes? Aquí no se beneficiaron. Toda víctima podría preguntarse, ¿por qué a mí?
Exacto. Si existiere sólo la nada después de la muerte, en estos casos quedaría trunca la justicia, valor primordial para la humanidad. Frustración. Y los victimarios felices. Pinochet causó la muerte a 3.197 personas (1.068 desaparecidas); murió viejo, rico prosperado, en la cama. Leopoldo II, rey de Bélgica, propietario del Congo, explotó inmisericorde ese país, ocasionó la muerte a 15 millones de nativos… y falleció riquísimo, como respetado monarca, en su castillo.
De manera simplista el creyente guarda una explicación, satisfactoria para su corazón: una vida justa más allá. Job, el perfecto maltratado con injusticia, encuentra esa consolación: “Yo sé que mi redentor vive… deshecha está mi piel, pero en mi carne veré a Dios”.
Mas no se trata solo de eso; hay más. Borges, con ironía metafísica y con zumba, sonreía: ¡qué tal que después de esto aquí, además enfrentaremos un juicio allá! Yo, más bien, opino: ¿qué tal que no exista esa valoración, y que esos difuntos, diabólicos aquí, pasen, impunes y serenos, a la nada, igual que sus víctimas? O peor, que aterricen en un buen lugar -tan tranquilos, tan sonrientes, tan orondos- Hitler y Pablo Escobar, Pinochet y Leopoldo, en iguales condiciones que sus víctimas y las de Francisco de Asís y Teresa de Calcuta.
¿O será que después habrá un juez, Maestro de Rectitud? O al contrario, ¿ocurrirá que, con suma injuria, tantas víctimas, mueran ellas con su vacío infinito, y con eterna hambre de sentido y con eterna sed de justicia?