Mi vida escolar estuvo siempre llena de adjetivos calificativos. En el Semenor, donde estudié prácticamente que todo el colegio antes de irme del país, las calificaciones no eran numéricas.
Sencillamente, se nos calificaba con adjetivos. En primaria, en el milenio pasado –para que me digan viejo– se nos valoraba académicamente como Excelente, Bueno e Insuficiente.
Años después, tras una delicada cirugía al sistema calificador, cambiaron la extensión de las notas. La situación evolucionó –o involucionó – a cinco adjetivos: Deficiente (siendo la peor calificación y pesadilla), Insuficiente, Aceptable, Sobresaliente y Excelente.
Quienes hemos sufrido en la vida de ansiedad académica causada por el rendimiento y las notas, estas calificaciones lo eran todo. Resumían y definían nuestras habilidades, posibilidades de éxito y, tristemente, también nuestra valía.
Después me fui del país a otro sistema igualmente taxativo: el de las letras. Era la misma maquinaria de domesticación emocional y existencial; de homogeneización del pensamiento.
En Minnesota se nos calificaba –y aún hoy se hace– como A+, A, A-, B+… Hasta bajar a la F de Fail (Fallido). El fantasma de la validación cambiaba de disfraz, pero seguía acechando.
A mi regreso a Colombia, me encontré con la revolución de los números. De cero a cinco. El mismo juego con distinta ficha. Así iban nuestras preocupaciones académicas, pero la angustia era idéntica. ¿Qué tan aceptable o sobresaliente soy hoy? ¿Qué tanto 4.5 valgo para los demás?
Muchos crecimos mentalizados en ser excelentes. Luego, con un poco más de conciencia, decidimos que sobresalientes era un objetivo más realista, y ser aceptables, un alivio. Nos entregamos a esa maraña de expectativas como única vía para sobrevivir la marea de las notas, de la aprobación de los padres, de los profesores, del grupo de amigos.
Pero con los años –y algunos golpes– he aprendido a no querer ser sobresaliente ni aceptable. No me interesa. Puede sonar soberbio, pero cada vez más creo que la validación y la aprobación son un embeleco que se nos siembra desde niños. Una trampa amable para encajarnos en moldes funcionales, hasta que, una vez usados o utilizados, podemos ser descartados sin culpa.
Cuando tenía ocho años y cursaba tercer grado, saqué mi primer Insuficiente. El único de toda mi primaria. Fue luego de una tarea de matemáticas, por lo que fui severamente reprendido por mis papás. Se vivió como el fin del mundo; una señal más que clara para no volver a fallar.
Hoy entiendo que su reacción no fue enojo, sino también miedo: temor a que yo no encajara, a que no cumpliera con las expectativas que a ellos también les impusieron. Mi padre y mi madre, como tantos otros, fueron criados bajo la misma lógica de la nota como medida del valor (y validación del conocimiento). Eran víctimas de ese sistema que nos enseñó a temerle al error más que a comprenderlo.
Creo que mis profesores nunca lo sabrán, pero, cuando en el reverso de las hojas de examen escribían un par de líneas explicándonos nuestro rendimiento, recibíamos mucho más que al mirar una calificación áspera, sin vida, y –más que todo– limitante e inquietante.
Nos decían –y todavía lo pregonan– que no lo tomemos personal, que no lo llevemos al corazón. ¿Cómo no hacerlo? El trabajo fruto del esfuerzo, sobre todo en la infancia, es algo que se pega a uno como una segunda piel. A esa edad somos esponjas, no solo para aprender, también para absorber el dolor, el miedo, la necesidad de ser vistos y validados.
El problema no es solo personal. Es estructural. Esa misma lógica de calificar, etiquetar, jerarquizar y desechar se cuela en las empresas, en las universidades, en las redes sociales.

No basta con ser, hay que parecer. Si no gustas, no existes: Es la infamia actual del rendimiento.
Quien cuestiona todo esto es etiquetado de problemático; quien no se adapta, de ineficiente. El que se atreve a sentir o cambiar de rumbo, de inestable. Así vamos y parecemos seguir, por lo pronto.
Por eso me resonó tanto la conversación que tuve en mi podcast con Juan Fernando Pérez hace poco más de un mes. Él habló de algo que llamó “las personas vainilla”. Se basó en el sabor de la vainilla para explicar que ese sabor casi nunca es protagonista, pero siempre acompaña.
Mencionó que, así como ese sabor, hay personas cuya energía está volcada en agradar. Personas que quieren estar bien con todos, que no buscan incomodar, que prefieren adaptarse antes que desentonar.
La idea me pareció brillante y triste en el fondo, pues muchas veces lo que se premia no es el coraje de ser, sino la virtud de encajar. ¿Y no está allí el mismo germen de esos adjetivos escolares? ¿No es “aceptable” un sinónimo dulce de no molestar, pero de haber pasado el umbral de la aprobación? ¿No es “sobresaliente” una forma elegante de premiar al que aprende a gustar sin hacer ruido?
Lo que más me inquieta de la vainilla no es su dulzura ni su neutralidad, sino el precio que paga por no molestar. La vainilla parece inofensiva, pero en su esfuerzo por agradar, sacrifica su identidad. Renuncia a su posibilidad de disonancia, de protagonismo, de verdad. Es el sabor que nunca falla, pero tampoco sorprende. El que encaja en todo, pero no transforma nada.
Ser una persona vainilla, entonces, no es un rasgo de carácter. Es una forma de anestesia existencial y de no lidiar con lo incómodo. Es vivir midiendo cada palabra para no incomodar y, también, es limarse los bordes hasta quedar irreconocible, hasta fundirse en un fondo seguro, pero opaco.
En el fondo, ser vainilla es una manera de desertar de uno mismo por miedo a perder la aprobación ajena o a no ser un helado de yogur o cualquier sabor exótico que siempre cautiva desde el inicio por ser simplemente irregular o desconocido.
Creo que hay una conexión íntima entre el sistema de calificaciones y el miedo a ser (o no ser personas vainilla). Nos crían para ser agradables, no auténticos. Nos educan para pasar, no para quedarnos en la reflexión y el pensamiento crítico o analítico; quizás para acompañar, no para liderar. Nos premian cuando nos parecemos al molde y nos castigan cuando lo rompemos.
De allí que el riesgo de salirse del molde fuera leído como un “Excelente” incomprensible, o como un “Deficiente” fruto de una expectativa fallida. Lo más peligroso: nos hacen creer que eso es lo correcto y que ser menos, es más.
Vivimos enfocados en una pelea de magnitudes y mediciones que nunca logran “definirnos”, además, porque siempre he creído que es una utopía aquello de la definición personal, en principio, por la etimología de la palabra definir: viene del latín definire, que significa poner un límite, delimitar, marcar un final a nosotros mismos.
Desde la filosofía existencialista, como la de Jean-Paul Sartre, el ser humano no está “definido” de antemano, sino que se va construyendo en el hacer, en la acción constante, en la toma de decisiones.
No somos un ser previamente determinado o destinado que simplemente se despliega en el tiempo. Somos, mejor, un proyecto inacabado que se rehace todos los días. Por eso, cualquier intento de encerrarnos en una etiqueta –como “aceptable”, “excelente” o incluso “fallido”– sería, según Sartre, un acto de mala fe: una forma de autoengaño en la que se renuncia a la libertad y se prefiere la comodidad de una forma estable, aunque no auténtica.
El danés Søren Kierkegaard, aún antes, ya advertía que vivir a la altura de uno mismo implicaba angustia. No hay fórmulas ni manuales para ser, por lo que existir no es cumplir una rúbrica de desempeño, sino atreverse al vértigo de lo incierto. Cada quien carga con la responsabilidad de construirse en libertad, aún a costa del miedo o del juicio de los demás.
Más tarde, Zygmunt Bauman retomó estas intuiciones y las puso en clave contemporánea. En una sociedad líquida, como la nuestra, donde todo cambia a gran velocidad, las identidades sólidas y fijas se convierten en simulacros reconfortantes que nos ofrecen seguridad, pero no verdad ni una noción necesaria de realidad. La necesidad de definirse –de ser algo “claro” para los otros– puede ser más una trampa que un acto de autenticidad.
Toda definición rígida, todo calificativo incuestionable, lejos de acercarnos a lo que somos, nos aleja de la posibilidad de devenir, explorar y aprender. Mutila el movimiento vital de seguir preguntándonos quiénes somos y nos obliga a actuar según lo que ya fuimos. Nos empuja al pasado, no al porvenir.
Por eso, en mis sesiones de consultoría de narrativa estratégica con el emprendedor y empresario Juan Manuel López, hacemos ejercicios en los que debemos prescindir del uso de adjetivos calificativos para tratar de alinear el pensamiento hacia algo más productivo y meditado. Es una forma de despejarle un poco la niebla al pensamiento crítico y hacerlo más claro y útil.
La contemporaneidad indica que ser neutro es noble o que el equilibrio emocional se parece más a la sumisión que a la libertad. Puede ser válido, igualmente, pero no estamos para vivir en función de la calificación o la validación.
Hoy no quiero –ni pretendo– ser ni excelente ni deficiente. Ni A ni F. Hoy solo quiero aprender a existir sin adjetivos y si de etiquetas se trata, prefiero las que no se pueden medir: curioso, sincero, libre, sensible, presente. Pero, como estas palabras ya lo precisan, prefiero que no me llamen a definirme; no quiero ponerme fronteras ni ser un sabor comodín.
Tal vez, si un día alguien me volviera a preguntar cómo me ha ido en la vida, nunca respondería recordando con una nota que solo ponía luces tenues a un momento de aprendizaje en específico, ni con una calificación, ni con una lista de logros.
Diría, mejor, lo que me dejó para la vida: que sentí mucho, me arriesgué a desentonar, me permití cambiar de opinión, lloré cuando me dolió y reí cuando fui libre.
Si eso no entra en ninguna casilla, es mejor. Al final, pregúntate la respuesta a estas preguntas: ¿Cuánto vales? ¿Es según una nota o lo que dijeron que supuestamente eres? ¿Qué sabor tiene tu existencia? Según tu respuesta, te reconocerás.