Hay una comediante satírica colombiana que hizo famosa una frase que me parece graciosa y, en cierta manera, muy reflexiva: “Vengo de recorrer los sótanos del infierno” contó una vez en una entrevista de televisión luego de haber pasado por un momento de alta presión mediática.
La frase, aunque puede tener sus tonos de hilaridad y gracia, refleja un estado o un pasaje por el que casi todos hemos pasado: tocar fondo. Sí, ir hasta abajo, conocer las profundidades de nuestra crisis, de la aparente desgracia y la crueldad de la existencia.
Lo que aparenta ser infortunio, cuando se mira objetivamente en retrospectiva, puede ser un nuevo impulso. No es necesario ponerse los lentes de color rosa para poder hablar de esta situación, sino para entender que a veces el abismo y lo hondo son necesarios.
Tocar fondo no es un evento. Es una experiencia. Una lenta caída o un abrupto colapso en el que algo se agrieta por dentro y que nos puede hacer sentir que la vida se nos escapa de las manos.
Puede suceder en medio de un duelo, de una ruptura, de una enfermedad, la quiebra económica o, incluso, cuando todo parece estar “bien” desde afuera, pero el alma pide auxilio desde adentro, que la rescatemos de la mala vida que le estamos dando, irónicamente.
Lo que a veces llamamos “crisis” no siempre es una tormenta visible: puede ser un silencio prolongado, una desconexión emocional, una sensación de no pertenencia como la que tuvo mi amigo Juan Camilo Vélez Ortega y que ahora narra en su libro “Viaje a las raíces”, ya próximo a circulación y del cual hablamos en el podcast de esta columna en podcast.luisfmolina.com
Arthur Schopenhauer, uno de los grandes pensadores del pesimismo filosófico, sostenía que “la vida oscila como un péndulo entre el dolor y el aburrimiento”. Para él, el sufrimiento era consustancial a la existencia humana, pero no por eso menos revelador.
En el fondo, decía, hay una verdad que se oculta tras las apariencias. Tal vez, por eso tocar fondo -aunque duela- también revela más de lo que quizás podemos entender o necesitemos saber en su momento. Esto nos pone en contacto con aquello que habíamos negado, postergado o simplemente evitado.
En mi caso, puedo decir que he tocado fondo varias veces y no siempre fue por cosas extraordinarias. A veces el abismo se disfraza de una conversación que no fue, de una espera que se volvió rutina, de un “te extraño” que no se atreve a salir o de estar lejos de la esencia, fuera del centro personal.
Otras veces, se parece a una cama demasiado grande o a un mensaje que uno escribe y borra diez veces sin atreverse a enviar porque la cabeza se convierte en aliada y enemiga sin cuartel. Así, hay fondos silenciosos, íntimos, invisibles y de profundidades desconocidas. No tienen gritos, pero calan hasta lo más callado e imposible de contar.
Carl Jung, el gran psicoanalista suizo, decía que “no se llega a la conciencia sin dolor. La gente hará cualquier cosa, por absurda que sea, para evitar enfrentarse a su alma”.
Pero en el fondo no hay evasión posible: estamos solos con lo que somos, con lo que tememos y con lo que deseamos, gústenos o no, aceptémoslo o no. Ahí, en ese territorio descarnado, se gesta algo distinto: Algo que todavía no tiene forma, pero que ya no nos permite ser los mismos.
Muchos me han preguntado si se puede salir del fondo y adelanto que no tengo la respuesta y no creo que la pueda tener; no soy quién.
Otros me han dicho que no quieren tocarlo jamás porque lo ven innecesario o confían ciegamente en su control. Únicamente me he animado a responder que tocar fondo, aunque parezca una tragedia, puede ser también un privilegio espiritual.
El fondo no es solo caída: es también una base. Es el lugar donde uno puede finalmente parar, dejar de correr y empezar a construir desde la tierra que duele, pero también sostiene.
Hay un mito muy antiguo que siempre me ha conmovido: el de Orfeo, que baja al inframundo a buscar a su amada Eurídice. Para hacerlo, debe descender a las profundidades de la Tierra, pero con una condición: nunca mirar atrás.
Orfeo fracasa, como todos alguna vez, pues mirar atrás es lo más humano y dudar es inevitable. Pero el solo hecho de atreverse a descender ya lo transforma.
Tocar fondo, en la vida real, puede no tener tanto dramatismo mitológico, pero sí tiene sus reglas internas: La primera es no negarlo; la segunda es no acelerarlo y la tercera es no avergonzarse por estar allí, creo yo.
El fondo, como decía Simone Weil, “es el lugar donde ya no hay ilusiones”. Aunque eso suene crudo, también puede ser liberador, porque sin ilusión, lo que queda es la verdad: de quiénes somos, de lo que realmente necesitamos, de lo que no podemos seguir sosteniendo. Aunque eso duela, es una bendición escondida.
Sin embargo, no se deben confundir las ilusiones con las pequeñas expectativas propias que nos llevan a movernos a diario. Como me lo ha mencionado mi psiquiatra, la expectativa de lograr en el día a día lo que nos planteamos es lo que nos permite y ayuda a salir de la cama y resolver nuestros asuntos.
Por ejemplo, he aprendido que hay silencios que no significan abandono, sino protección y son el cuidado más sereno que existe. De aquí que tenga plasmado en la mente una frase que me escribieron hace poco: “Gracias también por seguir respetando el espacio y por sostener todo esto con respeto y calma. Eso lo valoro”.
Hay ausencias que no niegan lo vivido, sino que nos enseñan a amar sin poseer y hay despedidas que, en lugar de cerrar, abren caminos internos. Tocar fondo me ha enseñado a soltar los hilos que me ataban al deber ser, al ideal del otro, a la necesidad de controlar.
Por eso no creo que sea una desgracia, aunque el descontento nos haga pensar que es el fin o el absoluto fracaso. Quizás, llegar a ese fondo es un rito, una forma de pasaje o una iniciación para un nuevo sendero. Claramente, a esta vida no vinimos a caminar en círculos, aunque la familiaridad nos tiente a ello.
En muchas tradiciones ancestrales, el fondo no es sinónimo de derrota, sino de transformación. En el cristianismo mismo, el fondo es el sepulcro, pero también la antesala de la resurrección. En el budismo, es el vacío, pero también el portal de la conciencia.
En el arte, es el lienzo en blanco: aterrador, pero lleno de posibilidad. Sucede cuando nos enfrentamos a estas páginas en blanco y no logramos dar con el mensaje preciso que hemos planeado en la cabeza por días.
Tal vez por eso esta columna se llama “La maestría de tocar fondo” y no simplemente “el fondo”, porque se puede ir a lo profundo con dignidad y conciencia y aprender de ello. Se puede caer sin perder la poesía, en la medida en la que se vea así. Se puede llorar sin perder la fe o vaciarse. Se puede estar mal sin renunciar a estar mejor.
Ese arte, creo yo, empieza cuando dejamos de preguntarnos “¿cuándo saldré de esto?” para empezar a preguntarnos “¿qué me está mostrando esto?”. Es la aparente magia del para qué y de buscar el sentido logoterapéutico de todo esto.
Víktor Frankl, psiquiatra y sobreviviente de los campos de concentración nazis, explicaba, en otras palabras, que, cuando ya no podemos cambiar una situación, estamos desafiados a cambiarnos a nosotros mismos.
En “El hombre en busca de sentido”, narra que incluso en medio del horror, del frío y del hambre, había quienes lograban sostenerse en pie gracias a una idea: que la vida, incluso en su versión más cruel, podía tener sentido.
Es justamente eso lo que distingue el tocar fondo de la desesperación absoluta: la capacidad -por tenue que sea- de preguntarse ¿para qué?, en lugar de ¿por qué a mí? Frankl sostenía que el sufrimiento deja de ser sufrimiento en el momento en que encuentra un propósito.
Por eso, tocar fondo no es solo experimentar una caída, sino tener el coraje de mirar desde abajo hacia arriba y buscar sentido. A veces ese sentido no llega de inmediato y está bien. La vida no es un café instantáneo. Frankl decía que el dolor puede ser como una cámara de revelado, de esas de fotografía análoga: en la oscuridad, algo se forma.
No se trata de romantizar la angustia, sino de no vaciarla de significado. Quien ha tocado fondo y ha regresado de allí con un nuevo horizonte no es alguien derrotado, sino alguien transformado y ese mensaje es el núcleo de esta columna, pues, como escribió Frankl, “el hombre está dispuesto a soportar cualquier cómo, si tiene un porqué”.
Cuando dejamos de resistir y empezamos a escuchar, porque en el fondo, muy en el fondo, hay una voz —que a veces es la nuestra, a veces es la de Dios, a veces la de un recuerdo amado— que nos susurra: aquí también puedes ser tú, como lo he insistido en otras muchas ocasiones y columnas: se trata de ser auténticos y libres donde sea que estemos.
Ahora bien, no siempre el sentido aparece en forma de respuestas filosóficas. A veces, se manifiesta en algo más primario y necesario: la conexión con el otro. Frans de Waal, en “La edad de la empatía” -que recién termino de leer y recomiendo a ojos cerrados-, demuestra que cuidar, consolar y acompañar no son gestos de grandeza moral, sino pulsos biológicos que compartimos con otras especies sociales.
Elefantes que acarician con la trompa al que ha caído. Humanos que extienden una mano, incluso sin palabras. Tal vez por eso tocar fondo no solo es una experiencia de introspección, sino también una experiencia de comunidad y acompañamiento.
Allí, en el fondo, descubrimos que no somos invulnerables y eso nos vuelve más capaces de amar, de pedir ayuda, de reconocer al otro como alguien tan necesitado de consuelo como nosotros.
Por eso nunca olvidamos quiénes nos acompañan en ese pasaje al fondo o a los “sótanos del infierno” y, además, se convierten en quienes buscamos de primera cuenta cuando sabemos que tenemos una parada próxima allí.
Hoy no sé si ya salí del fondo o si soy ya un buen morador o visitante, pero sí sé que aprendí a habitarlo sin odio y a honrarlo, mejor, como parte del camino. No me avergüenza decir que he estado ahí, pues cada vez que toco fondo, encuentro partes de mí que no sabía que estaban.
A veces, esas partes son lo más puro que tenemos: la compasión, la fe, la humildad, el amor sin exigencias. Sin embargo, no he estado solo, sino que me han acompañado las personas más valiosas que ahora tiene mi vida y a quienes les honro en enorme gratitud.
Quizás eso sea lo que diferencia la maestría de tocar fondo del simple hecho de caer: la capacidad de encontrar sentido, valorar y agradecer que esto sea parte del camino; pues radica en la capacidad de ver desde abajo y aun así ver el cielo nuboso, soleado o revuelto, pero siempre cielo.
Se trata, en esencia, de no negar la herida, pero tampoco construir casa en ella y saber dónde mejor irán las columnas que soportarán mejor su estructura.
Así es recordar que la caída no es el final del recorrido; sino que es el momento en que, por fin, uno deja de escapar, pues hay caídas que no nos rompen, sino que nos devuelven a lo esencial y hay fondos donde uno deja de huir, y empieza, por fin, a habitarse.