Desde hace tiempo traigo problemas con el pudor y lo que nos enseñaron a pensar sobre él.

Cada año me van ganando la reserva y la pereza de seguir sometiéndome a ciertos códigos morales que se amparan en el pudor para juzgar y relegar.

¿Pero qué es el pudor?

A grandes rasgos, el pudor es una forma de resguardo, un coletazo de esas emociones aprendidas que regulan lo que mostramos y lo que callamos, lo que revelamos del cuerpo, de la fe, de la herida, del deseo. También es un cinturón: aprieta la libertad —o la posibilidad de liberación—; nos inhibe y, quizá, también nos atrapa.

El pudor es esa voz que tal vez nos dice “mejor no llores aquí”, “no digas eso en voz alta”, “no hagas tanto show” y, peor aún, “no demuestres tanto”. ¡Maldita sea la hora!

En su mejor versión, es una delicadeza: una forma de cuidar lo íntimo. Pero, infortunadamente, su versión más frecuente es la censura: someter lo que somos a lo que se espera que seamos.

De ahí mi choque con ese pudor que parece virtud y tantas veces es miedo vestido con traje formal de buena educación.

No nos vengamos con cuentos: en Colombia lo sabemos bien. Aquí hemos hecho del pudor una especie de policía emocional (y moral) que patrulla los gestos visibles del alma: la risa espontánea, el baile sin coreografía, la oración sentida, el llanto en voz alta, el amor sin filtros, la fe que se dice en voz clara.

Siempre me sucede cuando invito a un amigo europeo a una discoteca y se siente libre bailando: lo miran y se burlan. Y no solo en la pista; vivimos en la sociedad del corrillo que critica y juzga, que despotrica de la diversidad, pero que —en el fondo, lo creo ciegamente— desea ser parte de ella.

El pudor nace como noción pública de vergüenza, honor y decencia. En Grecia —sobre todo para los estoicos— fue virtud que armonizaba la vida común y contenía impulsos. En Roma se volvió valor cívico: freno moral que sostenía reputación, orden y la conocida virtus masculina, con especial exigencia sobre las mujeres. Para los romanos no era solo asunto privado, sino herramienta de equilibrio social.

En la tradición judeocristiana el pudor se moraliza y se vincula directamente con la sexualidad, la desnudez y la modestia. Su emblema originario es claro: Adán y Eva comen del fruto, descubren que están desnudos y se avergüenzan.

Ahí nace no solo la vergüenza corporal, sino la asociación entre cuerpo y culpa. Desde entonces, mostrar el cuerpo o habitarlo sin culpa se convirtió en un acto sospechoso merecedor del castigo moral.

El pudor, entonces, deja de ser un resguardo íntimo para convertirse en una herramienta de control espiritual y social. Controlar el cuerpo era controlar el deseo, y controlar el deseo era garantizar el orden.

Lo complejo es que esa herencia no se quedó en el pasado: transitó al espejo, a la mirada pública, a la autoestima, e incluso al modo en que interpretamos el silencio del otro.

Hay quienes no se atreven a mostrarse por temor a parecer inadecuados. Hay cuerpos que se castigan por no cumplir con el ideal impuesto por la sociedad de la policía moral, por lo que en silencio hay pieles que sienten culpa solo por existir.

La inseguridad física, la autoimagen deteriorada, los trastornos alimentarios, las cirugías compulsivas, también son formas modernas de pudor. No del pudor que cuida, sino del que nos enseña a avergonzarnos de lo que somos. Entonces, ese pudor, el que regula cuerpos, cubre pieles y edita gestos, sigue operando. Sigue diciéndonos que es mejor esconderse.

No siempre criticamos por maldad. Ni siquiera por envidia. Muchas veces lo hacemos por pudor: porque ver a alguien actuar con libertad nos confronta con lo que no nos atrevemos a hacer. Nos incomoda, nos descoloca. Nos pone frente a una puerta que llevamos años sin abrir, porque el pudor nunca nos dejó explorar qué había al otro lado de esa libertad de decisión.

Criticamos al que baila con desparpajo porque a nosotros nos paraliza el qué dirán; preferimos quedarnos en corrillo, sentados, y en secreto desear esa misma libertad.

No es mi intención controvertir la capacidad de expresión emocional de nadie —ni es mi derecho—, pero sí me interpelan quienes reducen el amor a una expresión pasiva de la que no parecen querer hacerse cargo.

Lo digo por la lingüística: cuando el querer se formula de manera impersonal. “Se les quiere” es una fórmula común —sobre todo en contextos públicos, amistosos o semiíntimos— que parece tierna, pero esconde un miedo: el miedo a decir “yo”.

Decir “los quiero” implica involucramiento, compromiso, vulnerabilidad. En cambio, “se les quiere” es una construcción impersonal que borra al sujeto que ama.

En lugar de confesar un sentimiento, se lo reporta, como si el amor fuera parte del pronóstico del tiempo: “hoy se les quiere; mañana vemos”.

Ese lenguaje impersonal nos permite expresar sin exponernos, decir sin implicarnos, sentir sin admitir que sentimos. Es la fórmula perfecta para quien tiene pudor de mostrarse tierno y no quiere parecer frío. ¿Cómo sonaría si la persona que más quieres te dice: “Se te ama”? Suena antinatural, ¿verdad?

Por esa misma vía se critica al que canta sin afinar, al que ora en voz alta, al que llora sin pedir perdón; no por lo que hacen, sino por la libertad emocional que encarnan y que nosotros no nos hemos permitido porque así nos lo enseñaron.

La crítica, muchas veces, no señala: delata. Revela lo que nos quedó faltando en el crecimiento y la maduración emocional.

Todo esto expone miedos, renuncias y represión aprendida y, como no sabemos habitar esa incomodidad, la convertimos en juicio. Así, comentario a comentario, nos volvemos una sociedad prejuiciosa: una policía moral y emocional que sanciona a quien es libre siendo quien es.

Quizás no criticamos el gesto, sino el coraje que lo hace posible. Ese que recuerda lo que fuimos antes del pudor o lo que podríamos ser si nos quitáramos el miedo de encima.

De ahí vale mirar de frente a esa policía emocional (y moral) que todos conocemos. Lógicamente, no tiene uniforme ni código escrito, pero funciona con eficacia quirúrgica.

Aparece en el almuerzo familiar donde alguien evita contar que está triste “para no dañar el ambiente”.

También, en un espacio sagrado, como en la Eucaristía donde se canta bajito y se ora entre dientes por miedo a desentonar o mostrarnos vulnerables. Por desgracia semejante, sucede en el velorio donde el llanto se contiene “porque toca ser fuerte”.

En el chat del trabajo donde agradecer con emoción parece fuera de tono y no se debe hablar de emocionalidad y, por supuesto, en redes (anti)sociales, donde lo vulnerable se traduce como “necesidad de atención”.

Lo más inquietante es que esa policía no patrulla afuera, patrulla por dentro. Somos nosotros mismos poniendo comparendos preventivos a lo que sentimos para evitar incomodar; es decir, salirnos de ese papel pudoroso que se nos implantó.

Antes de hablar, ya nos multamos y pagamos al día, pero acumulamos intereses. Antes de llorar, ya nos regañamos. Antes de decir “los quiero”, ya nos advertimos que vamos a sonar cursis, como si esto fuera un defecto. Es la autopolicía del pudor: silenciosa, eficiente, orgullosa de su compostura.

Así, la aplicación de una aparente ética de la mesura se nos convierte en censura. Aplaudimos la sobriedad como si fuera madurez y confundimos elegancia con anestesia. Llamamos prudencia a ese hábito de disminuir lo vivo y en nombre de no “hacer el oso”, vamos aprendiendo a no hacer el alma ni dejarla ser.

Immanuel Kant consideraba el pudor como una forma de autorespeto. No lo veía como una simple norma cultural, sino como una expresión interna de dignidad: una forma de mostrarse con consideración hacia uno mismo y hacia los otros.

Según Kant, a grandes rasgos, cubrir el cuerpo o moderar ciertos gestos no era represión, sino una manera de afirmar la humanidad que hay en uno mismo y en el otro. Era una manifestación ética, no moralizante y como tal, implicaba responsabilidad individual.

Pero con el tiempo, pensadores como Nietzsche y Foucault pusieron en duda ese carácter virtuoso del pudor. Para Nietzsche, el pudor podía ser síntoma de resentimiento cultural, de miedo al cuerpo, al gozo, a la vida misma.

Por ejemplo, para Foucault, era una tecnología de poder: un dispositivo social diseñado para vigilar, normalizar y controlar los cuerpos y las subjetividades. A través del pudor se nos enseña qué se puede mostrar, qué se debe callar, y cómo debemos comportarnos para ser aceptados. No es virtud, dice Foucault, sino norma disfrazada de virtud.

Si vamos un poco al terreno psicológico, el pudor se entiende como una emoción secundaria, es decir, una emoción aprendida o de introyección.

No nacemos con pudor: lo incorporamos en la infancia, cuando comenzamos a diferenciar entre lo público y lo privado, lo permitido y lo prohibido. Desde esta mirada, el pudor puede cumplir una función positiva: ayudarnos a regularnos, a proteger nuestra intimidad y a establecer límites sanos con los demás.

Pero cuando se vuelve extremo —cuando ya no protege, sino que reprime—, el pudor se transforma en culpa, vergüenza o repudio hacia uno mismo, que es lo más cruel de todo.

No es raro que muchos trastornos de ansiedad, traumas relacionales o bloqueos afectivos tengan como telón de fondo una educación emocional basada en el “no hagas el ridículo”, “no muestres tanto”, “no incomodes”.

Por ejemplo, en nombre del pudor, muchas personas han aprendido a avergonzarse de su cuerpo, de su deseo, de su necesidad de afecto e incluso de su propia ternura, como confieso que me sucedió durante años.

Nos volvemos expertos en pasar desapercibidos, pero inexpertos en habitar la vida. Sin embargo, debo dejar algo en claro: criticar el pudor no es promover la indiscreción. La intimidad es un acto de cuidado: decidir qué mostrar, a quién, cuándo y para qué.

El exhibicionismo es otra cosa: exposición sin criterio, sin consentimiento del propio yo; una puesta en escena que instrumentaliza la emoción. Por tal, esta columna busca ir más profundo: No toda visibilidad es exhibicionismo, sobre todo cuando hablamos de emociones. Llorar en el bus no es hacer show: es tener un cuerpo vivo.

Agradecer con emoción en una reunión no es manipular: es reconocer que algo nos tocó. Decir “los quiero” en la familia no es cursilería: es asumir la autoría del afecto y que nos atraviesa efectivamente. En cambio, publicar la herida para ganar aplausos, o usar la lágrima como método, sí roza la exhibición y la manipulación.

La medida no es el volumen, sino el cuidado. La intimidad no se destruye por mostrarse; se daña cuando se expone sin protección y el pudor, en su versión fina, puede ser ese velo necesario; en su versión punitiva, es mordaza.

Quizás no se trata de erradicar el pudor, sino de dejar de usarlo como excusa para no vivir y, mejor, reconocer cuándo protege y cuándo asfixia; poder elegir cuándo callar, pero también cuándo decir: “sí, esto me emociona”, “sí, esto me importa”, “sí, esto me atraviesa” y me provoca expresiones humanas y auténticas.

Ojalá no nos gane el miedo a desentonar y que no nos robe la posibilidad de ser para que, poco a poco, nos atrevamos a sentir sin pedir permiso. A ser sin pedir perdón.