“Para la fiesta siempre hay plata”. He escuchado eso muchísimas veces. Es casi un dicho colombiano, si no de toda América Latina. 
La frase no es solo un guiño a la ligereza: dice mucho sobre lo que valoramos. Para la fiesta, para el encuentro, para el gozo compartido, siempre aparece el dinero, aunque falte para otras cosas. Al disfrute le conocemos su valor —me atrevo a decir— y, por eso, su costo no preocupa tanto. Hasta que pasa la dicha…
La euforia es seductora, pero luego de su paso fugaz deja secuelas y guayabos que se convierten en remordimientos; algunos son económicos y, otros tantos, morales. Pero, como consolación nos decimos: ¡A nadie le quitan lo bailado!
De otro lado, la búsqueda de lo más barato o un afán irrestricto por economizar puede llevar a olvidarse de lo que se merece, sea por calidad o por sustento. Incluso, lleva a inhibir la vida y sus placeres; a verlos como culpas o a sentir que no son merecidos. Los llamados placeres o lujos no son necesariamente malos.
Un lujo puede ser también una manera de dignificarse: ponerse una prenda que nos recuerde quiénes somos, probar un sabor distinto, regalarse un viaje corto o un descanso largo. No es la etiqueta lo que importa, sino la carga de sentido que lo acompaña. No es lo mismo saciar un antojo que comprar por gastar o gastar por comprar. 
Siempre recuerdo un video en redes sociales —auténtico en medio de tanta falsedad digital— en el que un hombre de unos treinta años llora al comprarse la consola de videojuegos que siempre soñó. El vendedor lo abraza y se conmueve con él. 
El comprador le confiesa que era una deuda con su niño interior y que estaba tratando de saldarla. Ese instante tiene profundidad: el dinero no es bueno ni malo y conviene empezar por desarmar esa falsa dicotomía que nos vende la humanidad.
Mi generación gasta o invierte el dinero de maneras distintas. Los valores que damos a las cosas no son los mismos de las generaciones anteriores. Probablemente priorizamos el disfrute momentáneo y pensamos menos en el futuro. 
Yo mismo dudo que algún día alcance la edad de pensión. Me faltan más de 30 años y, si miramos la ecuación de la expectativa de vida, la bomba pensional, la pirámide poblacional, entre otros factores, ¿cómo no van a cambiar la edad de jubilación en tres décadas? 
Quizás, para entonces, esté en 70 años. No lo sé, porque no soy vidente y los únicos pronósticos que hago son del tiempo, para saber si lloverá o habrá sol.
En todo caso, algo nos queda claro en medio del profundo mar de consumo en el que navegamos hoy y de las innumerables opciones que el mercado ofrece para gastar, invertir, usar o derrochar: el costo se mide en dinero, pero el valor es otra cosa, más decisiva y flexible si se quiere. 
Es ese valor el que nos cambia, nos renueva o nos moviliza y nos lleva a tomar decisiones que nos dan paz o que nos torturan de muchas maneras.
Pero, cuántas veces sacrificamos lo valioso por la obsesión por economizar. ¿Cuántas veces ponemos por encima la etiqueta del precio, sin detenernos a pensar en lo que algo realmente nos aporta?
Esa es, quizá, una de las grandes contradicciones humanas: confundir el alivio inmediato del bolsillo con el alimento verdadero del espíritu. Hay tazas de café que se disfrutan más por la pureza y el buen sabor que por lo que deja un ahorro marginal en la amargura de un pantano hecho “café” en un pocillo.
No obstante, también se le ha dado al dinero un poder nefasto para la salud emocional, mental y hasta física: la idea de que tenerlo nos valida y nos hace competentes o idóneos. 
El mundo de la comparación puede sacarnos de la realidad y arrojarnos a la desgracia o al desengaño, porque siempre habrá alguien con más que nosotros y, otro, con menos.
De allí nacen problemas más complejos que incluso podrían llamarse enfermizos: la validación de la solvencia económica. Es un lugar incómodo, porque en el fondo, en medio de comunidades de alta competencia, hay que aparentar solvencia, estatus o abundancia, incluso cuando por dentro reina el déficit o no hay fruición en lo que se hace o comparte. 
Ese “demostrar lo que no somos” es casi una deuda emocional más que económica. Hay quienes invierten o dilapidan fortunas en la imagen y en lo externo, mientras evitan invertir en lo que realmente nos da valor a los humanos: la salud, la educación, los vínculos y la sensación de paz. Las cosas que no se pueden comprar ni permutar o hipotecar.
Siempre vamos a encontrar a alguien con más dinero. Esa es, en el fondo, una carrera perdida. Sin embargo, nunca nos lo contaron con claridad. Crecimos con la idea de que debíamos avanzar en esa pista infinita, sin que nadie nos advirtiera que no hay línea de meta.
Recuerdo mis visitas a Harrods, esa tienda de Londres que parece un museo de lo inalcanzable para cualquier cristiano. Ahí uno entra y, de inmediato, se siente pobre y marginal. ¡Y no tiene nada de malo! Allá es casi un alivio no tener para comprar un montón de lujos que no trascienden los ojos y las miradas.
Entre vitrinas de relojes imposibles, bolsos a precios de apartamento y joyas que parecen sacadas de otro planeta, me sorprendía ver a personas de todo el mundo gastar dinerales como si no existiera un mañana. 
Lo curioso es que, más allá de la extravagancia, lo que me dejaba pensativo era la sensación de incomodidad, de carencia por no ser uno de esos derrochadores sin disfrute. ¿Por qué debería sentirme mal porque otro pueda gastar lo que yo no puedo? Ahí es donde aparece la verdadera trampa psicológica: la comparación como veneno emocional.
La economía nos enseña que los recursos son limitados, pero la comparación nos hace creer que siempre estamos en déficit, aunque tengamos lo suficiente. 
La comparación es un espejo que nunca nos devuelve nuestra imagen completa. Siempre distorsiona y nunca deja de exagerar carencias. En esa distorsión terminamos creyendo que valemos menos, cuando en realidad lo que falta no está en la billetera, sino en la mirada con la que nos medimos.
Ese déficit no es financiero: es un vacío fabricado por la mirada ajena, por la idea de que el valor personal depende de lo que podemos comprar. La riqueza del otro se convierte en medida de nuestra pobreza, aunque no nos falte nada.
Así, por infortunio, el dinero también se ha convertido en un camino para impresionar y buscar adulación o validación. ¿Qué estamos impresionando realmente? ¿Que somos capaces de gastar, que tenemos dinero? Pero ahí aparece la trampa: la exhibición sustituye al sentido. 
Como escribió Séneca, “no es el hombre que tiene poco, sino el que desea más, el que es pobre”. Mostrar solvencia no prueba abundancia interior, sino necesidad de validación. Es un afán por querer validar con el dinero lo que este no puede pagar.
Muchas riquezas externas son solo disfraces de una pobreza interior. Allí se desnuda lo que muchas veces se esconde tras el derroche: no es tanto lo que tenemos, sino lo que necesitamos que otros crean que somos.
Por eso, el dinero, muchas veces, no es más que una ruta para impresionar. ¿A quién? A otros que también buscan impresionar. ¿Y de qué manera? Mostrando que podemos gastar, que tenemos, que “valemos” en esa escala ficticia que para nadie es igual. 
Pero, ¿cuál es el punto de esa competencia sin fin? El sabio del Eclesiastés ya lo había dicho siglos atrás: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Nada nuevo hay bajo el sol. La vanidad nos lleva a creer historias ajenas de la realidad y sin sustento de verdad. Nos lleva a creernos el centro de una comunidad sin habitantes.
Las civilizaciones han caído y se han levantado bajo esta misma lógica. Reyes, mercaderes, políticos, empresarios: todos han intentado demostrar con riquezas una superioridad que, tarde o temprano, se desvanece. El polvo termina cubriendo los palacios, pero las obras con valor verdadero permanecen en la memoria y a nadie entierran o creman con sus acciones en la bolsa o sus títulos valores.
Mostrar solvencia no necesariamente prueba abundancia; puede ser apenas una máscara, pues el dinero como espectáculo de atracción y apariencia nos roba lo más genuino: el valor que damos a lo que no se puede medir en cifras, extractos o créditos.
El punto filosófico es sencillo y profundo: no nos define el dinero en sí, sino lo que hacemos con él. La manera en que gastamos o invertimos revela, más que cifras, la forma en que entendemos nuestra propia vida y qué tan llena o vacía la tenemos.
Tener una posición acomodada, sin excesos ni pretensiones, seguramente ayuda a mirar el dinero con más calma. No para exhibirlo, ni para enrostrarlo, sino para dejar de vivir con la angustia de la escasez. 
La comodidad financiera, cuando se alcanza, no debería ser una excusa para la soberbia, sino una oportunidad para vivir con menos miedo y con más libertad, pero siempre con consciencia y habilidad de discernir si lo que hacemos tiene valor o solo pagamos costos varios (y con intereses moratorios).
Generar riqueza, en el mejor sentido, es también poder multiplicar valor: que lo que tenemos no se quede en nosotros, sino que impacte a otros. 
Si algo enseña el dinero, es que nunca se queda quieto: circula, cambia de manos, se convierte en otra cosa. Su uso es abundancia o pobreza, según las manos que lo tengan. La cuestión no es si lo poseemos o no, sino qué huella deja al pasar por nuestras vidas y si hicimos algo más allá del fundamento egoísta y avaro con él.
Lo mismo dice una vieja canción popular: “Ni se compra ni se vende el cariño verdadero”. En ella, el narrador rechaza honores, dinero y promesas de amor porque entiende que lo auténtico no se transa. 
Puede haber abundancia de ofertas y apariencias, pero hay cosas que no admiten precio: el afecto, la fidelidad, la verdad de un vínculo. Ese es el recordatorio más sencillo y contundente de que no todo lo que tiene valor puede pagarse con dinero. El cariño verdadero ni se compra ni se vende.
Al final, la verdadera abundancia no se mide en cuentas bancarias, sino en la capacidad de transformar, de aliviar y de compartir con confianza y libertad. Quizás de eso se trata: que el dinero, lejos de esclavizarnos, pueda convertirse en herramienta de bien común, capaz de darnos lo que tantas veces nos quita: la paz. 
El costo pasa, pero el valor permanece (y nos habita para ser quienes somos).