La sentencia de primera instancia que condena al expresidente Álvaro Uribe por soborno y fraude procesal marca un hito en la historia reciente del país. Más allá de los análisis técnicos que corresponden ahora al Tribunal Superior de Bogotá en su sala penal, conviene detenernos en algunas reflexiones sobre lo que este hecho representa para la democracia, la justicia y la vida institucional de Colombia.
En una sociedad democrática, la verdad y la justicia no son instrumentos de revancha ni deben someterse a los vaivenes del poder. Son principios que, cuando se ejercen con ecuanimidad, son profundamente liberadores. Liberan a las víctimas del olvido y la impunidad; liberan a los ciudadanos del miedo a la arbitrariedad; liberan incluso a quienes han ejercido el poder, si se les garantiza un debido proceso y una justicia imparcial.
El fallo deja, como es natural en un juicio penal complejo, varias preguntas abiertas, en particular sobre la legitimidad y consistencia de algunas pruebas. Esa será materia de análisis y revisión judicial. Pero el mensaje institucional es potente: nadie está por encima de la ley. En un país sacudido por el descrédito de las instituciones, por la polarización y los discursos que minan la confianza en la rama judicial, esta sentencia envía una señal de fortaleza: la justicia avanza, incluso en los casos más difíciles y simbólicos.
No obstante, el episodio también nos obliga a preguntarnos por la coherencia entre la política criminal y la justicia transicional. Mientras algunos casos parecen resolverse con rigor extremo, otros -como los de actores armados reincidentes o responsables de graves crímenes- transitan entre la impunidad y tratamientos excepcionalmente benignos. Esta asimetría erosiona el sentido de justicia retributiva que la sociedad demanda. La paz es un imperativo nacional, pero no puede construirse sobre la base de privilegios o de equilibrios frágiles que sacrifican la equidad.
Finalmente, no puede ignorarse la dimensión personal y humana de esta sentencia. Álvaro Uribe fue jefe de Estado durante uno de los momentos más críticos de la historia reciente del país, cuando Colombia estaba al borde de ser clasificada internacionalmente como un Estado fallido. Su legado es grande. Su caída judicial, al margen de la valoración ética o política de su mandato, representa una verdadera tragedia personal y también una conmoción social. Lo que está en juego no es solo el destino de un expresidente, sino la posibilidad de que Colombia fortalezca su democracia en medio del dolor, sin caer en venganzas ni ceguera partidista.
La verdad y la justicia, cuando caminan juntas, no solo castigan: también reparan. Si las entendemos como bienes de todos, podemos aspirar a un país en el que el poder no manipule la ley, ni la ley se use como arma política. Solo así será posible cerrar heridas, recuperar la confianza en las instituciones y sostener una democracia que nos incluya a todos. Respetar los fallos judiciales es parte de ese camino. El sistema tiene sus propios recursos y procedimientos para revisar, aclarar o corregir lo que sea necesario.