En los últimos meses se ha vuelto recurrente un hecho inédito en la vida institucional de Colombia: jueces de la República han ordenado en varias ocasiones al presidente Gustavo Petro rectificar mensajes publicados en su cuenta de X (antes Twitter). No se trata de un episodio aislado ni de una simple anécdota digital, sino de un patrón que revela tensiones profundas entre la forma de ejercer el poder y el respeto a los derechos fundamentales.
Los casos son varios y distintos. Un juez le ordenó corregir un trino en el que afirmó, sin pruebas, que los manifestantes de San Vicente del Caguán recibían apoyo de grupos armados ilegales. Otro fallo lo obligó a retractarse de señalamientos contra periodistas, a quienes había acusado de difundir noticias falsas. Más recientemente, la justicia le exigió rectificar afirmaciones en las que responsabilizaba a críticos o contradictores políticos de hechos de violencia o corrupción.
El caso del atropello al presidente de la Andi es patético. El Consejo de Estado fue contundente en su análisis. Y deja mucha preocupación. La forma de perseguir a la familia Vargas Lleras ha sido chocante y reincidente.
Lo que sorprende no es solo el número de veces que un tribunal ha debido intervenir —algo inusual en la historia presidencial—, sino la constante: el uso de la red social como un espacio para señalar adversarios, poner en entredicho a la prensa y levantar sospechas sin sustento suficiente. Esa práctica erosiona la deliberación pública y distorsiona el debate democrático, pues la voz del presidente no tiene el mismo peso que la de un ciudadano común.
Que un juez corrija al presidente debería ser una alarma seria para cualquier demócrata. En democracia la palabra presidencial debe estar sujeta a límites de veracidad, ponderación y responsabilidad. Cuando la máxima autoridad del Estado actúa en las redes como un activista más, olvida que sus palabras tienen consecuencias institucionales, políticas y hasta judiciales.
No se trata de censurar al mandatario ni de negarle su derecho a opinar. Se trata, más bien, de recordar que la dignidad de su cargo exige un estándar más alto: la prudencia, el respeto por los hechos y la disposición al diálogo, incluso con quienes piensan distinto. La Presidencia no es un megáfono personal, sino una institución que representa a todos los colombianos.
Estos episodios dejan una inquietud mayor: ¿qué tipo de liderazgo construye un presidente que se comunica señalando y descalificando? La democracia se fortalece con argumentos, no con ataques; con contrastes serenos, no con estigmatizaciones. Que los jueces deban convertirse en árbitros de la palabra presidencial nos habla de un país y de un presidente en tensión.
Más allá de lo anecdótico, el desafío que enfrentamos es cuidar la palabra pública. Porque en ella se juega no solo la reputación de unos u otros, sino la confianza en la democracia misma.
Los jueces han tenido que corregir varias veces al Presidente por sus trinos, una señal de alerta para la democracia.