En los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola el silencio no es una simple regla de disciplina ni una formalidad devocional: Es una condición interior necesaria para que la persona se abra al encuentro con Dios. Silencio exterior para silenciar también el disturbio interior. En un mundo que no deja de hablar, que produce ruido incluso cuando guarda silencio, esta propuesta resulta profundamente contracultural. Pero también esencial. El silencio nos abre a una dimensión profundamente dialogal con Dios.
El ruido no es solo sonoro: hay un ruido de fondo que nos habita y nos arrastra. Vivimos bombardeados por mensajes, estímulos, notificaciones, pantallas. Opinamos, reaccionamos, consumimos contenido sin pausa. El silencio, en cambio, inquieta. Muchos lo evitan porque los enfrenta consigo mismos. Sin embargo, sin silencio no hay verdadera atención, ni escucha, ni discernimiento. El silencio nos proporciona escenarios de búsqueda profunda.
Varios pensadores contemporáneos han redescubierto el valor del silencio. La filósofa francesa Simone Weil decía que “la atención pura es oración”, y que esta atención solo es posible en el silencio interior. Pablo d’Ors, en Biografía del silencio, narra cómo la práctica de la meditación silenciosa transforma no sólo lo espiritual, sino también la forma de vivir. Martin Buber enseñó que el diálogo verdadero -el del “Yo y Tú”- solo es posible cuando acallamos las voces superficiales que nos habitan. Incluso Benedicto XVI, en un mensaje sobre comunicación, afirmó que el silencio no es lo opuesto a comunicar, sino su parte esencial: “Cuando las palabras y el silencio se equilibran, la comunicación se vuelve rica y densa”.
Desde el inicio del cristianismo, los Padres del Desierto intuyeron que para escuchar a Dios era necesario alejarse del ruido del mundo. En los Ejercicios ignacianos, esta intuición toma forma como pedagogía espiritual. El silencio crea un espacio sagrado en el que la persona puede ordenar su vida, reconocer los afectos que la mueven, decidir con libertad y verdad. En tiempos de tanto ruido político, digital y emocional, el silencio se vuelve no solo una necesidad espiritual, sino una forma de resistencia. La propuesta de San Ignacio de Loyola es precisamente generar unas condiciones para el encuentro del ejercitante con Dios.
En la vida cotidiana, el silencio tiene también una gran utilidad. No se trata de huir del mundo ni de encerrarse. Se trata de habitarlo de otra manera. Volver al silencio no es replegarse, sino disponerse para escuchar. Escuchar a Dios, al otro, a la realidad, a lo que de verdad importa. En lo que se llama la conversación espiritual, es vital el momento de escucha atenta del otro, para comprenderlo en toda su magnitud.
Quizá no todos podamos hacer un retiro prolongado. Pero todos podemos recuperar momentos de silencio real en la vida cotidiana. Un minuto antes de empezar el día. Un instante antes de responder con impulsividad. Un espacio sin ruido al final de la jornada. Porque el silencio no es vacío: es plenitud de presencia.