Cada día conocemos nuevos casos de conflicto en los colegios: peleas entre estudiantes, agresiones verbales, desbordamiento emocional, tensiones entre familias y maestros. No son hechos aislados. Son síntomas de una crisis más profunda: la dificultad creciente para convivir en paz.
Como educadores, padres, ciudadanos y creyentes, no podemos mirar hacia otro lado. La pregunta es: Educar para una sana convivencia se ha vuelto una tarea cada vez más difícil, pero también más urgente.
La primera clave está en el hogar. Muchos padres enfrentan hoy el desafío de poner límites en un mundo que glorifica la permisividad. La autoridad ya no se impone ni se hereda: se construye con coherencia, tiempo y afecto. Cuando estos ingredientes faltan, los niños crecen sin referentes claros, sin aprender a orientarse con criterio en la relación con los demás, sin aprender a reconocer al otro como sujeto de derechos y deberes. Sin reglas claras y sin experiencias de corrección amorosa, es difícil que florezca una convivencia sana.
A esto se suma el entorno cultural. Las redes sociales, con su inmediatez y anonimato, han erosionado la capacidad de escucha, de espera, de autocontrol. Se expone al otro sin pudor. La agresividad se ha vuelto espectáculo. La forma como se relacionan en el mundo digital suele ser dura y cruel.
Urge educar en el silencio interior, en la pausa reflexiva, en el discernimiento. Ayudar a nuestros jóvenes a preguntarse: ¿qué estoy sintiendo?, ¿cómo afecta esto al otro?
Otro factor es el olvido del componente emocional en la formación. El paradigma académico sigue privilegiando el rendimiento por encima del cuidado. Pero educar implica formar integralmente: mente, corazón y voluntad. Enseñar a resolver conflictos, no con violencia sino con empatía. A leer los signos de su propio mundo interior. A reconocer en el otro no un rival, sino un compañero de camino.
También las instituciones educativas deben mirarse con honestidad. ¿Cuál es el clima que se respira en sus aulas y pasillos? ¿Se promueve el cuidado mutuo o se toleran las etiquetas? ¿Se escucha a los estudiantes desde su contexto y su historia? ¿Por qué los profesores no actúan frente a comportamientos no adecuados? La justicia restaurativa como faro para reconstruir lazos de confianza en las instituciones puede ser una ruta interesante.
Finalmente, hay que recordar que la educación es una misión compartida. Padres, maestros y estudiantes forman una comunidad de aprendizaje donde todos enseñan y todos aprenden. Volver al diálogo profundo entre familia y escuela es parte de la sanación. Debemos darle cauce a nuevas maneras de formación para la convivencia.
La convivencia es don, pero también tarea. Como decía San Ignacio, no es el mucho saber lo que sacia el alma, sino el gustar internamente de las cosas. Educar para convivir es ayudar a gustar del respeto, del perdón, de la construcción conjunta. En ese camino, nuestras escuelas pueden ser no solo centros de enseñanza, sino verdaderos espacios de humanización.