Ese fue el lema con el que tuvo lugar la pasada Octava Semana de la Inclusión, realizada en Manizales en el mes de septiembre por la Corporación Buen Vivir.
Hablar de inclusión como un derecho es reconocer lo que somos, lo que pensamos y cómo actuamos. La diversidad es amplia, tanto como la esencia misma del ser humano. El problema no está en esa amplitud, sino en la forma en que miramos al otro y en cómo damos valor a sus características y particularidades.
El derecho a ser distintos, raros o diferentes ha estado presente a lo largo de la historia de la humanidad. Ha sido un motivo de lucha -a veces dolorosa y violenta- de grupos que alzan la voz en defensa de su dignidad: las comunidades sexualmente diversas, las personas afrodescendientes, las mujeres, los migrantes, entre muchos otros.
Esas luchas han sido el punto de partida para que hombres y mujeres, desde sus distintas edades, condiciones, orientaciones, procedencias, etnias e ideologías, encuentren en la calle un lienzo en blanco donde dejar plasmado su derecho a vivir con libertad. Esa libertad que, aún hoy, sigue siendo limitada por prejuicios y estigmas sociales.
La defensa de los derechos humanos nos ha permitido abrir conversaciones que antes eran impensables. Cada época trae sus propios retos, y temas como la diversidad sexual, los derechos de las mujeres o la discapacidad no hacían parte de las conversaciones familiares de antaño. Eran tiempos en los que los roles de género estaban marcados, y la vergüenza, el “qué dirán” y las apariencias pesaban más que la autenticidad.
Aun así, los diferentes grupos poblacionales han ido avanzando, aunque sea con pasos lentos, hacia la construcción de políticas públicas que los amparen y garanticen soluciones reales a sus necesidades. En el fondo, lo que buscan es simple y profundo: proteger su identidad y fortalecerla.
La inclusión social es una conversación de decibeles altos en una sociedad de oídos sordos. Muchas veces la educación para la inclusión no se asume como un punto de partida para el cambio, sino como un requisito más que cumplir. Y eso no transforma.
Para avanzar necesitamos más pedagogía, más reflexión sobre nuestra actitud frente a los demás, más conciencia sobre quién soy yo y cómo me relaciono con los otros.
Es en la interacción entre las diferencias, en el diálogo entre miradas opuestas, donde una sociedad crece. Si no educamos a nuestros niños, niñas, adolescentes y jóvenes en el respeto, la empatía y la igualdad, difícilmente tendremos una sociedad adulta con valores, ética y responsabilidad.
Que este sea, entonces, un espacio para seguir haciendo pedagogía desde el corazón, recordando que la inclusión social no es un favor ni una moda, es una manera de habitar el mundo desde la comprensión y el reconocimiento del otro. Solo así construiremos sociedades verdaderamente humanas, inclusivas e incluyentes.